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CUBA: EL OCASO DE UNA UTOPÍA Y LA URGENCIA IMPOSTERGABLE DEL CAMBIO. Por el licenciado Frank Braña Fernández.

Foto debajo: Frank Braña Fernández, abogado, especialista en temas migratorios, colaborador de Cuba, Democracia y Vida.



Licenciado Frank Braña Fernández.- Durante décadas, la Revolución Cubana fue exaltada como un símbolo de resistencia y dignidad en el continente. La figura de Fidel Castro fue elevada casi a la categoría de mito: el líder que desafiaba al imperio desde una pequeña isla del Caribe.

Sin embargo, tras más de sesenta años de promesas incumplidas, la realidad se impone con una crudeza que ya no puede ser ignorada ni por los propios defensores del sistema. Cuba atraviesa una de las crisis más profundas de su historia, no solo en términos económicos y sociales, sino también —y sobre todo— en lo político y moral. Lo que una vez se presentó como una utopía liberadora hoy se muestra como un aparato obsoleto, incapaz de ofrecer bienestar, derechos o futuro a sus ciudadanos.

La narrativa oficial insiste en culpar al embargo estadounidense de todos los males que aquejan a la isla. Si bien no se puede negar el impacto real de las sanciones, limitar la explicación de la crisis cubana a esa variable es una simplificación conveniente, pero falsa. La economía está colapsada no solo por la escasez de recursos externos, sino por la falta de reformas internas. Las trabas a la iniciativa privada, la centralización absoluta del poder económico, el burocratismo endémico y la corrupción son males estructurales que ningún bloqueo extranjero ha impuesto.

Los ciudadanos se enfrentan diariamente a un desabastecimiento crónico de alimentos, medicamentos y productos básicosLos apagones eléctricos se han vuelto parte de la rutina. Los salarios estatales no alcanzan ni para cubrir las necesidades mínimas, y el peso cubano se ha desplomado frente a cualquier otra moneda, dejando a la mayoría en una situación de pobreza extrema. La dolarización informal se ha vuelto una tabla de salvación para quienes reciben remesas del exterior, pero deja al resto en una posición de exclusión y desigualdad que contradice el discurso igualitarista del régimen.

El aparato represivo del Estado se ha sofisticado. Ya no se trata solamente de vigilancia y detenciones arbitrarias, sino también de una estrategia sistemática de silenciamiento. Los periodistas independientes son acosados, los activistas son vigilados, los opositores políticos son detenidos sin debido proceso y se promueve el exilio como única salida posible para quienes disienten. La represión es selectiva, pero constante; no necesita de ejecuciones ni cárceles masivas: le basta con el control absoluto de los medios, la criminalización de la protesta y el miedo instalado en cada barrio, en cada escuela, en cada lugar de trabajo.

El estallido social del 11 de julio de 2021 fue una muestra clara de que el silencio impuesto durante años está comenzando a resquebrajarse. Miles de ciudadanos, en decenas de localidades, salieron a las calles a exigir libertad, comida y un cambio. Lo hicieron sin líderes visibles, sin financiamiento externo, sin armas: solo con la voz. La respuesta del gobierno fue brutal. Arrestos masivos, juicios sumarísimos, condenas desproporcionadas, y una campaña propagandística para deslegitimar las protestas como «maniobras del enemigo». Pero esa reacción no logró lo que buscaba: no disipó el hartazgo, sino que lo multiplicó.

Una de las mayores tragedias del modelo cubano es el exilio forzado de su juventud. Las nuevas generaciones, formadas con altos niveles educativos, no encuentran oportunidades ni horizontes en su propio país. Muchos optan por arriesgar sus vidas en rutas migratorias peligrosas para llegar a Estados Unidos, México, o cualquier otro destino que les ofrezca una posibilidad de construir un futuro digno. Esta fuga masiva de talento, energía y esperanza es el mayor fracaso del régimen: cuando una revolución expulsa a sus propios hijos ha perdido toda legitimidad.

A esto se suma la desconexión entre la élite política y el pueblo. Los dirigentes viven alejados de la realidad, protegidos por privilegios y rodeados de un discurso que repiten sin convicción. Hablan de soberanía mientras los hospitales colapsan, de justicia social mientras crece la desigualdad, de dignidad mientras millones deben mendigar lo que antes era básico. La revolución, en sus orígenes, prometía justicia, educación, salud, soberanía y participación. Hoy apenas ofrece control, precariedad y resignación.

A diferencia de otros contextos en América Latina, donde las transiciones han sido posibles a través del diálogo político, en Cuba esa posibilidad parece lejana. El Partido Comunista —único legal— no da señales de apertura, y cualquier intento de apertura democrática es catalogado como contrarrevolucionario. Sin embargo, la historia demuestra que ningún sistema puede sostenerse indefinidamente sobre la represión y el control absoluto. La urgencia del cambio no es un capricho ideológico: es una necesidad histórica, moral y humanitaria.

Ese cambio no implica una renuncia a los logros que pueda haber alcanzado la revolución en materia educativa o sanitaria. Significa, más bien, dejar de utilizar esos logros como excusa para justificar lo injustificable. Significa abrir espacios reales de participación, permitir elecciones libres y plurales, liberar a los presos políticos, garantizar la libertad de prensa, y reformar profundamente un modelo económico que ha condenado a generaciones enteras a la miseria.

Cuba ya no puede seguir postergando su derecho al porvenir. Cada día que pasa bajo este régimen es un día perdido para millones de cubanos que merecen una vida mejor. No se trata de imponer un modelo extranjero ni de negar la historia de lucha de su pueblo. Se trata de reconocer que el proyecto actual ha fracasado, y que solo el cambio democrático, con justicia, libertad y dignidad, puede ofrecer un nuevo comienzo.

La pregunta ya no es si el cambio es posible. La verdadera pregunta es: ¿cuánto más puede resistir un pueblo que ha sido condenado a sobrevivir sin voz, sin opciones y sin futuro?