Julio M. Shiling.- Algunos argumentarán que el continente americano al sur del Río Grande rara vez fue una prioridad para Estados Unidos. Sin duda, la lucha estadounidense contra la subversión comunista en América Latina tuvo lugar durante la Guerra Fría. Una base soviética hiperactiva a noventa millas de Florida era razón suficiente para que Estados Unidos entendiera que tenía un papel que desempeñar. Aunque la ayuda estadounidense a la llamada de la libertad no fue coherente y muchas veces resultó poco fiable y mal planificada, fue, al menos, política de Estado de USA. La caída del comunismo soviético resultó ser una bendición disfrazada para el socialismo en América, gracias a la defectuosa trayectoria de Occidente tras la desaparición de la URSS. Estados Unidos perdió en la paz lo que había ganado en la guerra.
El cambio forzoso de estrategia, de la guerra belicosa a la variante asimétrica, fue decidido por Fidel Castro cuando reorganizó la izquierda del hemisferio occidental y convocó el Foro de Sao Paulo en 1990. La nueva metodología marxista de hacer la guerra para alcanzar el poder político en América Latina fue algo que los políticos estadounidenses aún no han logrado comprender y, lo que es peor, responder con el armamento adecuado. Ninguna administración estadounidense ha sido tan negligente en su relación con sus vecinos del sur, juzgada desde el prisma del fomento de la democracia, como los gobiernos combinados de los dos mandatos de Barack Obama y el actual de Biden (el que muchos creen que ha sido el tercero de Obama).
El hecho de que Estados Unidos celebrara el 7 de febrero su sexta reunión de alto nivel con Cuba comunista desde 2015, confirma la posición de que Estados Unidos ha abandonado todos los cursos para favorecer la libertad y la democracia en la isla. Este es el reseteo Obama-Biden con el comunismo cubano. Consiste en tratar tácitamente de potenciar el actual camino hacia una transición putinista al socialismo cleptocrático con características cubanas. El 11 de julio de 2021 (11J), las protestas masivas a nivel nacional en Cuba y la brutal represión subsiguiente, sin duda presentaron un problema de óptica para el actual gobierno demócrata. En lugar de aprovechar la firme demostración del pueblo cubano de que estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para librarse del comunismo, Biden siguió recompensando al régimen castrista. En mayo de 2022, por ejemplo, estableció una vía para que los inversores estadounidenses invirtieran en empresas "privadas" de propiedad cubana. Fue la primera de este tipo desde la presidencia de Eisenhower.
En la Cuba actual, ningún negocio "privado" puede funcionar sin la bendición y la colaboración del régimen dictatorial. No debería sorprender que el vínculo entre la nueva clase empresarial cubana y el gobierno marxista esté bien arraigado. Se trata de un grave paso por encima del capitalismo concesionario. Es el uso pretencioso de la actividad económica "privada" por parte de actores paraestatales que son recompensados por su conformidad y posición políticas. Es la formación de una oligarquía políticamente engendrada, salvaguardada por los rigores de una estructura totalitaria que alberga afinidad ideológica con un socialismo pragmático.
El colapso del Estado de derecho en la frontera sur de Estados Unidos no es un fenómeno aislado. El castrocomunismo tomó nota rápidamente de la anárquica inmigración estadounidense bajo el gobierno Biden-Obama y aprovechó el momento. Beneficiándose a sí mismo con su muy experimentada guerra de emigración, el régimen cubano ha ganado de múltiples maneras con este nuevo éxodo. Ha facilitado sus objetivos de domesticación social tras el levantamiento pacífico masivo del 11J. Tolerar y acomodar la salida de cubanos es también un gran negocio. Tanto para el régimen castrista como para su neocolonia nicaragüense, el México de López Obrador y los cárteles de la droga, que son las milicias del transporte. El lucrativo empeño de exportar cubanos es, no solamente, a efectos de potenciales esquemas de redistribución de remesas. También pesa la utilización de su poder sobre los que entran en Cuba. Si un cubano en Estados Unidos quiere regresar a visitar a un familiar, las autoridades comunistas esperan influir en la conducta política de los que residen en el extranjero mediante la politización de la entrada en la isla.
Otro importante objetivo del comunismo cubano, con su maquinaria productora de éxodos, es conseguir una mayor influencia sobre las decisiones de política exterior de Estados Unidos. Las democracias comparten sensibilidades sobre los procedimientos electorales. Esto es algo que no tienen que preocuparse las dictaduras. Regímenes dictatoriales únicamente tienen que tomar en cuenta la tarea de reprimir, controlar el comportamiento social y evitar golpes de Estado o revoluciones palaciegas. El régimen cubano conoce bien cómo funciona el sistema sociopolítico estadounidense. Llevan más de 65 años manipulándolo.
La libertad y la democracia en Cuba, específicamente, y en América Latina en general, no deben esperar solidaridad o políticas coherentes con los valores democráticos estadounidenses hasta que haya un cambio de ocupante en la Casa Blanca. Por el momento, este tendrá que ser un republicano. No es porque los demócratas no hayan sido históricamente capaces de producir políticos honorables. Los demócratas deben primero purgarse de la hegemonía de Obama sobre el partido antes de que puedan producir una figura capaz de encontrar un ethos de libertad aplicable a Cuba, que sea atractivo para ellos y estén dispuestos a ponerlo en práctica. Los Departamentos de Justicia, Seguridad Nacional y Estado de USA, instituciones ya cuestionadas por los estadounidenses, nunca deberían haberse asociado con la policía política y las fuerzas de inteligencia de la dictadura cubana.
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