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"Salir de una dictadura comunista y caer en los restos de una fascista no me resultaba grato". El escritor William Navarrete entrevista al editor y escritor cubano-español Pio Serrano. Cubanet.
  
04-09-2023

http://www.cubademocraciayvida.org/web/article.asp?artID=53727

"Salir de una dictadura comunista y caer en los restos de una fascista no me resultaba grato."
El escritor William Navarrete entrevista al editor y escritor cubano-español Pio Serrano.
Cubanet
4 de septiembr
e de 2023

http://www.cubademocraciayvida.org/web/article.asp?artID=53727
El escritor y editor Pío Serrano (Foto: Jacqueline Alencar/Crear en Salamanca)


MADRID, España. – Al editor Pío Serrano lo conocí en Madrid, imposible recordar si durante una de las reuniones que organizaba la arquitecta Irma Alfonso Rubio en su casa de la calle Pardo Bazán, cerca del Parque de Berlín, o en una de las tertulias que, un domingo por mes, organizaba el también editor y filántropo Víctor Batista-Falla en el café Central de la Plaza Santa Ana. Quién sabe si fue en alguno de los encuentros o congresos que se celebraron a finales de la última década del siglo pasado en la capital española. Lo que sí puedo asegurar es que, de una forma u otra, intercambiábamos a menudo debido a nuestro interés común por la literatura y porque los libros que publicaba en su editorial Verbum me llegaban a París, ya sea porque los autores me pedían una reseña o porque la editorial me los enviaba para darlos a conocer entre los lectores de las diferentes publicaciones periódicas con las que he colaborado a lo largo de mi vida.

Pero como sucede muchas veces con las personas que creemos conocer y de las que, en realidad, poco sabemos, he sido el primero en quedar sorprendido por las revelaciones de Pío Serrano sobre su infancia idílica, sus inquietudes juveniles y los obstáculos a los que tuvo que hacer frente tras el triunfo del castrismo.

―La primera pregunta es, como para todos los entrevistados, acerca de tus orígenes familiares: ¿Quiénes eran tus padres? ¿Dónde naciste y cómo era tu entorno familiar?

Nací en 1941, en San Luis, un pueblo que entonces pertenecía a la provincia de Oriente y ahora a la de Santiago de Cuba. El pueblo fue fundado en un valle situado casi en el centro de lo que sería la cabezota del caimán, si consideramos a la isla de Cuba con la forma de este reptil. Pronto nos mudamos al poblado de Dos Caminos, más cercano a las minas de cobre que gestionaba en esa época una empresa norteamericana, pues mi padre, Juan Serrano Moro, trabajó en sus oficinas desde 1940 hasta 1945.

Mi madre era Carmen Castellanos Domínguez y se casó con mi padre en San Luis, en 1940. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, mi padre quedó sin trabajo y entonces nos trasladamos a Güines, otro valle, pero de la llanura habanera, donde viví hasta 1960.

―¿Qué recuerdos tienes de tu infancia?

―Si tuviera que imaginar esa mágica región, ese mítico paraíso de la infancia, lo situaría en la intimidad familiar del pequeño pueblo de San Luis, donde la mayor parte de, digamos, sus 10.000 habitantes se conocían por sus nombres, y muchos de ellos estaban emparentados en distintos grados por mi línea materna. A San Luis, regresaba todos los años durante las vacaciones de verano; disfruté de las bullangueras fiestas de carnaval, las congas arrolladoras y los bailes en las calles durante las dos semanas que duraba aquel puro jolgorio. Esa imagen de entonces, repetida año tras año, se me ha quedado estampada en la memoria.

En San Luis conocí temprano sus glorias y sombras. Con los carnavales coincidía el fin de la campaña cafetalera, los breves meses dedicados a “ordeñar” las plantas de café, crecidas en las faldas de las cercanas elevaciones que abrazaban el pueblo. Entonces, desde aquellas alturas oscuras, llegaban los recogedores de café, mestizos en su mayoría, con la frágil ilusión de sus miserables pagas, para hacer sus compras del año. Acompañados por sus mujeres prematuramente desgastadas; los hombres eran pura nervadura de tensos tendones pujando bajo la requemada piel.

Parte de las vacaciones de verano las pasaba en la finca de mis abuelos maternos, encajada entre sitios con nombres de novelas de la tierra, en una zona llamada Juan Barón, una región profunda de Candonga (y a la memoria me viene aquella curiosa novela Vivir en Candonga, de Ezequiel Vieta) perteneciente a Palma Soriano. A varias leguas de Candonga, en Dos Ríos, podíamos visitar el monolito, pequeño y descuidado entonces, que indicaba el sitio en donde José Martí había ido a buscar la muerte. Allí, en Candonga, mi abuelo don Hilario, canario, enteco, de rostro alargado y estrecho, ojos oscuros, de expresión seria pero no severa, abundante su cabellera cana y de pocas palabras, conservaba una indefinible melancolía que ocultaba detrás de tres cartas de la brisca, quizás, la extrañeza del emigrante que nunca olvidó su tierra de Gáldar.

Doña Antonia, mi abuela, era otra cosa. Parecía estar hecha de reciedumbre canaria. Yo me despertaba temprano, cuando ella llamaba a sus palomas y aves de corral, ¡piiipipipiiiii!, para darles de comer la dorada ración diaria de maíz molido. Luego, se asomaba a la cocina y ordenaba la preparación del desayuno (plátanos verdes asados o hervidos, trozos de bacalao asado, o huevos fritos con trozos de chicharrones de la última matanza de un cochino), un desayuno para unas 12 personas entre la familia y los empleados. La abuela visitaba luego el corral de las chivas con el primer forraje del día para ordeñarlas. Y con la leche hacía el mejor queso blanco del mundo. Y los sábados hacía el pan acariciando en la artesa los nubarrones de harina, sal, manteca y levadura. Cuando abría el horno de leña salían de su interior los roscones y angelotes para los nietos. Inolvidable abuela, con sus casi seis pies de estatura y abundante humanidad, la mirada severa y el rostro surcado por los profundos sajazos de quien ha parido nueve hijos y cada día debía vencer la fatiga de la vida rural junto a su marido, el callado abuelo don Hilario. Recuerdo la imagen de mi abuela en el campo sembrado de yucas, de pie, abriendo sus poderosas piernas de mujer robusta, apartando sus enaguas y su amplia falda, para dejar correr un espeso líquido amarillo que al caer en la arrugada tierra formaba una espuma que el fuerte sol de Oriente convertía en luminosa irisación.

―¿Y por tu parte paterna?

―El origen de mis abuelos paternos está vinculado a la extensa llanura del Cauto, donde mi abuelo don Gumersindo y sus hermanos ―todos nacidos en Cuba, de padres murcianos, decían―, gente de a caballo, se dedicaban a la compra y venta de ganado, por lo que no faltaban los rumores insidiosos que les atribuían la condición de cuatreros.

Gente de a caballo en una inmensa región poco poblada y de pequeños centros urbanos muy alejados unos de otros, de ganado disperso, capaz de perder el rumbo y de confundirse con otras manadas. Mi abuela paterna, doña Josefa, era muy divertida. Nos contaba a los nietos las aventuras de aquellos respetables hermanos, que nuestra imaginación igualaba a los héroes de las películas del Oeste que veíamos en el cine. Cuando se bajaron de los caballos, los hermanos se dispersaron, unos se fueron a Venezuela, otros a Santiago de Cuba y mi abuelo a Palma Soriano, lugar donde nació mi padre.

Mi abuela paterna, doña Josefa Moro, nació en Cauto Embarcadero, donde su padre, don Orfelino, tenía una próspera tienda de abarrotes que, por su carácter mixto, podía ofrecer desde cinchas para ajustar las sillas de los caballos hasta productos de higiene para las señoras, una circunstancia que, como contaba la abuela, dotaba al local de una clientela variopinta y de un aire de civilidad casi urbano del que ella presumía.

Por entonces, Cauto Embarcadero era el puerto que abría las puertas a la gran llanura del Cauto, rica no solo en ganadería, sino también en café, arroz y tabaco, que atraía la curiosidad interesada de cubanos y extranjeros emprendedores. Esto viene a cuento porque la abuela presumía también de haber recibido una educación de señorita, por las distintas tutoras acogidas, aunque siempre de paso, por su casa. Pero al final de las confesiones que nos hacía a sus nietos revelaba un delicado secreto familiar: su padre, es decir, mi bisabuelo, había sido engendrado por un ingeniero irlandés, un tal Mr. Moore, que exploraba aquellas tierras para una compañía ferroviaria, y una señora de la zona no identificada. La abuela añadía que, aunque concebido fuera del matrimonio, el pequeño Orfelino, su padre, fue reconocido e inscrito por Mr. Moore, antes de trasladarse urgentemente a Camagüey llamado por otra compañía de ferrocarriles. Pero con la prisa y el desconcierto del empleado del Registro Civil que no atinaba a descifrar el apellido de aquel caballero que aguardaba con su equipaje en el coche que lo acercaría hasta el puerto, escribió con la plumilla de metal mojada en la negra e indeleble tinta el apellido apócrifo con el que mi abuela tendría que cargar toda su vida: “Moro”. Doña Josefa Moro, tan tozuda como doña Antonia, todavía en la vejez, sostenía un pequeño espejo y exploraba en su mandíbula hasta encontrar algún pelo rojizo que con mano firme arrancaba para mostrárnoslo, como prueba infalible de su genética celta.

Mi abuela doña Josefa nunca volvió a la llanura del Cauto. En adelante siempre vivió en pueblos y ciudades adaptándose al medio como una citadina más: Palma Soriano, San Luis, Santiago de Cuba y, finalmente, La Habana. El abuelo don Gumersindo falleció relativamente joven, a los 65 años. Era poco locuaz, permanecía horas dándose balancín en el portal, como si, al renunciar a su vida de vaquero del Cauto, se desentendiera de todo lo demás por el resto de su existencia. Una vez que enviudó, la abuela pudo desplazarse a su gusto, acogida entre sus cuatro hijos. El primero, Luis, fue asesinado en 1935 por la porra machadista, algo que, más que apenar a la abuela, la llenaba de orgullo. Presumía, también, de un encendido sentimiento nacionalista y republicano que vinculaba a sus años de niñez y adolescencia, cuando los mambises alzados contra España en 1895 visitaban la tienda de su padre. Había que oírla contar sus relatos de la guerra, oír cuando nos cantaba a sus nietos el Himno Invasor, bajito, casi susurrado, con la mano derecha sobre el corazón.

―¿En qué momento dejas a Oriente y por qué?

―Como ya dije, con el fin de la Segunda Guerra Mundial las minas de cobre en las que trabajaba mi padre, cerraron. En 1945, emigramos a Güines, un próspero valle al sur de La Habana, donde aguardaba a mi padre el trabajo de inspector de autobuses, un sector en el que trabajó hasta jubilarse y marcharse del país por el puente de Varadero.

El viaje de 1954 lo hicimos en tren, el transporte interprovincial habitual de entonces, un trayecto de unos 900 kilómetros desde la estación ferroviaria de San Luis hasta la Estación Central de La Habana, que se recorría en unas 12 horas. En La Habana, nos esperaba el hermano de mi madre; nos desplazamos en un tranvía hasta la parada de las guaguas Habana-Güines. Fue la primera vez que tuve la experiencia de viajar en un tranvía, aquel vehículo traqueteante, abierto a los lados, en un trajín continuo de los que subían y bajaban, con sus asientos de pajilla, rodando con estrépito por los raíles y alzando aquellos troles chisporroteantes, asombro y deslumbramiento del guajirito oriental.

A unos 50 kilómetros de La Habana, atravesando la Loma de Candela que se abría como un balcón sobre el amplio verde del valle de Güines, una hora y media después, llegamos a la casa de los tíos, donde permanecimos unas semanas antes de instalarnos en nuestro primer hogar en ese mismo pueblo.

―¿Dónde cursaste tu primera escolaridad y qué recuerdos tienes de tus estudios primarios y secundarios? ¿Algunos profesores que te hayan marcado? ¿Alguna materia?

―Como correspondía a una familia de clase media baja ―no creo que mi padre ganara nunca más de 250 pesos mensuales―, me matricularon en una de las escuelitas de barrio del pueblo, generalmente dirigidas por una doctora en Pedagogía. En el caso de la mía, la directora era la excelente educadora Antonia García, quien preparaba sus oposiciones a una cátedra de Instituto, circunstancia que, en la mayoría de los casos, podía tomar el resto de la vida.

Pero lo cierto es que, vista con la distancia de tantas décadas transcurridas, en aquella escuelita laica con no más de 50 alumnos dispensaban una enseñanza prácticamente personalizada y de una exigente severidad, gracias al aliento vocacional de aquellas educadoras. Como he dedicado gran parte de mi vida a la enseñanza, tanto en Cuba como en España, no dejo de admirar con nostalgia la calidad y el rigor de la formación que recibí durante los seis grados de la enseñanza primaria y el curso preparatorio para acceder al examen de ingreso al Instituto de Segunda Enseñanza, donde cumpliría con los cinco años de bachillerato en Letras.

Acceder más tarde al Instituto significaba cruzar la línea roja que nos separaba de la infancia y nos instalaba, generalmente sin estar debidamente preparados, en la inquietante penumbra de una adolescencia presentida como el acceso a la libertad sin saber a ciencia cierta cuáles eran sus límites, y con la angustia de no saber en qué diablos consistía “estar preparados”.

Con respecto a los varones que procedían de los centros privados solo para chicos que, en el caso de Güines, era el Colegio Salesiano, los que llegábamos de las escuelitas privadas, gozábamos de la ventaja de la escuela mixta, con chicas y chicos en una misma aula, algo que favorecía un trato más espontáneo con nuestras compañeras.

Recuerdo con gratitud a mi profesor de Literatura Cubana, el fervoroso Antonio María Maica. Y aunque yo era muy torpe para las matemáticas, guardo una grata memoria del excelente profesor de la asignatura, el Dr. Mario Martínez, además padre de la más delicada y sutil criatura a la que todos amábamos en sufrido silencio. Era la época del rock y de las sweet ballads (Love is a many splendored thing, Mr. Sandman bring me a dream…) que nos llegaban de EE.UU., interpretadas por Pat Boone, The Platters, Elvis Presley.

―¿Qué recuerdos tienes de los años que precedieron a aquel fatídico 1959?

Desde 1952, Batista gobernaba el país con una fuerte oposición política urbana y, luego, una resistencia armada en la Sierra que, lentamente, como una mancha de aceite, como dice el tópico, empezó a extenderse por las ciudades, sobre todo, La Habana.

Así, los jóvenes estudiantes vivíamos en una doble realidad, la propia de la edad y sus apetencias con bailecitos de cumpleaños y los más formales en el Casino cuando tocaban las orquestas de Benny Moré o La Sonora Matancera, o excursiones para bañarnos en el río Mayabeque, y ya sobre los 16 o 17 años de edad las incursiones al barrio de las prostitutas en Güines, la célebre Calle del Medio, sus casitas de madera y techos de zinc, abiertas a ambos lados de la calle, con mujeres jóvenes y mayores que se exponían a sus puertas o en los portales para atraer con palabras o gestos lascivos la atención de los tímidos paseantes que éramos los curiosos impertinentes, incapaces de cruzar el umbral del pecado o de la latente amenaza de las enfermedades venéreas, terrífico y temido adjetivo que con solo nombrarlo creíamos que nos infectaría.

Por otra parte, la edad comprometía también con las pequeñas e ilusorias células del Movimiento 26 de Julio que comenzaban a activarse, sobre todo, para vender bonos, distribuir hojas impresas en mimeógrafo y, lo más atrevido, familiarizarnos con la única pistolita (¿calibre 22?) que guardaba el jefe de la “célula” y que, por su torpeza e ignorancia, me costó el heroico ridículo de recibir un balazo a la altura de la rodilla. Bala que, por suerte, salió por una nalga sin afectar el hueso. El resto de nuestra resistencia a Batista consistía en correr delante de la policía durante las manifestaciones durante las efemérides patrióticas. Lo más serio y trágico fue el asesinato del líder estudiantil Bernardo Juan Borrell, durante la huelga general de 1958, un compañero del Instituto que militaba formalmente contra la dictadura.

El 1° de enero de 1959, a media mañana, “tomamos” el Instituto, desplegamos una bandera rojinegra del 26 de Julio y nos hicimos fotografiar armados con algunos de aquellos hermosos sables de la Guardia Rural de los que nos apropiamos al pasar por la rendida Comandancia del mismo cuerpo.

―Triunfa entonces la Revolución con el entusiasmo que ya conocemos. ¿Qué hace el joven Pío Serrano en ese momento? ¿Dónde continúas tus estudios? ¿Empiezas a sospechar que se avecinaba una nueva dictadura?

A mediados de 1959 terminé el bachillerato en Güines, matriculé Derecho y viajé a La Habana para asistir a los cursos sabatinos. En este mismo año, participé en las primeras elecciones de la FEU, donde pujaron por la presidencia el candidato oficial Rolando Cubelas y el del Movimiento 26 de Julio Pedro Luis Boitel, católico, quien, además, contaba con el apoyo de la Agrupación Católica Universitaria. Aunque yo era católico recuerdo haber votado por Cubelas.

En 1960, fui a vivir con una tía santiaguera hermana de mi padre, de numerosa prole, casada con un marido itinerante, experto conductor de los gigantescos charter pillars que se desplazaban por toda la Isla removiendo tierras en proyectos de obras públicas, y que solo aparecía en casa por unos días cada dos o tres meses. El apartamento en que vivíamos, aunque interior, era enorme, con cinco habitaciones, dos baños y una pequeña habitación de criados cerca de la cocina. Tenía ventanas que daban a patios interiores y la de la sala era la más grande y por donde más luz penetraba. Esto que te parecerá un apunte para un escenario propio de E. Hopper para mí es un acicate para recuperar emociones, perplejidades y contradicciones. Fue Vilma Espín quien le entregó ese apartamento a mi tía Josefita cuando se mudó a La Habana a finales de 1959. Eran amigas del prestigioso barrio santiaguero Vista Alegre y compañeras del grupo de mujeres afines al 26 de Julio. ¡Celebración de la burguesía revolucionaria que estrena el poder! Con todo, la bondad mayor del apartamento era su situación, calle San Lázaro N° 1156, entre Infanta y N, es decir, a dos cuadras de la escalinata de la Universidad y en la frontera misma entre el Vedado y Centro Habana, o sea, como estar a las puertas del Village o del Soho de Nueva York, cosa difícil de imaginar hoy en día. Por otra parte, vivía justo en la cuadra donde las manifestaciones de protesta de los estudiantes universitarios eran violentamente reprimidas por la policía del régimen. Todavía en 1960 se podía sentir el estremecedor recuerdo de aquellos días heroicos.

―¿Como percibías la situación política en ese momento?

―Si me he detenido en el apartamento y sus connotaciones es porque ahora pienso que allí, simbólicamente, se concentraba una suerte de resumen, de síntesis de la situación política del país y de lo poliédrica que podía resultar la composición ideológica de la familia cubana.

Mi revolucionaria tía Josefita militaba en la Federación de Mujeres Cubanas. La mayor de sus hijas se había casado con un joven recién graduado de Ciencias Comerciales; quienes juntos se exiliaron en Miami. Mi primo mayor trabajó poco tiempo en el periódico Revolución, pero pronto entró en el Ejército con grado de teniente y fue de los primeros en destacarse como artillero en Playa Girón. El primo menor, ya en el Instituto, jugaba con una actitud existencialista, mientras que mi prima Josefina, prácticamente coetánea conmigo, estudiaba Filosofía y Letras, leía a los clásicos del marxismo y de la Ilustración, y adoraba al herético Camus además de formar parte de las milicias universitarias.

En muchos sentidos mi prima Josefina fue para mí una importante influencia en ese momento en que me hallaba sin “norte” como todo aquel que llegaba del interior de la Isla. En el contexto de los vertiginosos cambios que se sucedieron en esos primeros años de Revolución, Josefina recibía en el amplio salón de su casa al núcleo fundador del Grupo El Puente, José Mario y Ana María Simo, conocidos en la Biblioteca Nacional.

Josefina y Ana María eran miembros de la Unión de Jóvenes Comunistas. Ya en 1962 el pequeño grupo original de El Puente, por imantación y simpatía, se adunaba por entusiasmo generacional. Éramos un puñado de entusiastas de la escritura, la mayor parte sin obra publicada. Sin discriminación de raza, sexo o preferencias políticas, de géneros o poéticas, el grupo iría alcanzando visibilidad con la publicación de aquellos primeros títulos donde se encontraban flecos de la modernidad romántica de Baudelaire, las huellas del surrealismo de moda y confrontado con el coloquialismo de otros, la fuerza objetiva de los “poemas-río” y hasta resonancias de cierto nuevo origenismo. Estas publicaciones se harían realidad únicamente por la tenacidad con que José Mario se entregaba a su edición, distribución y venta.

―¿Fue entonces uniéndote al grupo El Puente que comenzó tu motivación literaria?

―En efecto, me vinculé al espíritu festivo que animaba a aquellos jóvenes poseedores del sueño de la escritura para celebrar las noches en los cafés del puerto, en El Gato Tuerto, escuchando la densa voz de Miriam Acevedo o en La Red donde era testigo de la violencia pasional de La Lupe.

Por entonces, escribía una poesía de una desordenada inquietud y pobre expresión. Con todo, aparecí en la Segunda novísima de poesía cubana (1964), cuyas pruebas de plana fueron confiscadas. Jesús Díaz, entre otros, comenzó con una campaña de descrédito personal de José Mario y Ana María Simo, y, en general, del grupo El Puente en general, que culminó en 1965 con el cierre de sus publicaciones. A José Mario lo enviaron a los campos de trabajo forzado eufemísticamente llamados UMAP y Ana María Simo fue expulsada al exilio.

―¿Y tus estudios?

Para entonces ya me he casado con Edith Llerena, abandonado la carrera Derecho y comenzado otros estudios en la Escuela de Letras. Pasé al Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, integrado en un seminario de Estética, y comencé a enseñar en la Escuela Nacional de Arte (ENA), instalada en Cubanacán.

El Departamento de Filosofía que integré y su revista Pensamiento Crítico habían sido creados como refuerzo ideológico de las tácticas y estrategia del “fidelismo” (entre otras, defensa de la “lucha guerrillera”) enfrentadas contra la ortodoxia soviética y su concepción de la lucha de clases, representadas en Cuba por el Partido Socialista Popular. Aquello parecía un cacao, pero las desafiantes actitudes, sin duda, se estimulaban desde “arriba”. 

El Departamento ignoraba la interpretación mecánica de los textos marxistas y descartaba el uso de los manuales simplistas llegados de la URSS. En su lugar, desde el Instituto del Libro, dirigido por un miembro del Departamento, se comenzaron a publicar textos molestos para los ortodoxos: Un día en la vida de Iván Denísovich, de A. Solzhenitsyn, ¿Revolución en la Revolución?, de Régis Debray, así como otros de Franz Fanon, Gunder Frank y Althuser.

En resumen, creía que era posible una experiencia socialista desde las peculiaridades cubanas, similar a la que los checos comenzaban a diseñar por entonces, independiente del modelo soviético.

―¿Cuándo te das cuenta que era imposible ser libre en Cuba?

―A partir de 1968, todo intento de independencia se vino abajo y se deshizo como un espejismo. El apoyo y la complicidad de Fidel Castro a la invasión de Checoslovaquia y a la represión de la Primavera de Praga evidenciaba la imposibilidad de soñar con un socialismo con rostro humano. La sumisión del régimen cubano al modelo soviético, representado ahora por el severo L. Brézhnev, ahogaba cualquier vestigio de esperanza futura.

Pronto se clausuró el Departamento de Filosofía y la revista Pensamiento Crítico dejó de publicarse. Fui expulsado de la ENA y me “recogió” un amigo en el renovado Instituto del Libro. Desde ese momento, comencé una etapa de reflexión sobre el sentido de formar parte de un proceso en el que progresivamente dejaba de creer.

Así fue como, en 1970, renuncié a mi trabajo y solicité con mi esposa de entonces el permiso para salir de Cuba. Y como le sucedió a todos los que hicieron la misma solicitud me enviaron inmediatamente a un campamento de trabajos forzados en lo profundo de Matanzas.

―¿Cómo fue tu vida en ese campamento de trabajo forzado? ¿Cómo se llamaba? ¿Qué hacían allí? ¿Cómo fue tu salida definitiva de Cuba y a quiénes dejabas atrás?

Antes de que me enviaran al campamento de trabajos forzados, nos visitaba un oficial del Ministerio de Interior, acompañado por dos vecinos miembros del Comité de Defensa de la Revolución (CDR). Hicieron un minucioso inventario de todas nuestras pertenencias: vajilla, ropa de cama, libros, cuadros, vasos, sillas, mesas, discos, toallas… Y nos extendieron el documento para que lo firmáramos, no sin antes hacernos la severa advertencia de que cuando abandonáramos el país, el día antes de la salida, regresaría un oficial con dos miembros del CDR para verificar que todo, absolutamente todo lo inventariado, estaba en su lugar. ¡Y de que en caso de que algo se rompiera o estropease teníamos que conservar sus restos!

En realidad, no era un solo campamento sino un conjunto de barracones en los campos de la provincia de Matanzas, entre Jovellanos, Pedro Betancourt, Juan Gualberto Gómez y Unión de Reyes. Los barracones tenían techos de zinc, paredes de madera y suelo de tierra, y colgaban dos filas de camastros con sacos de yute en literas, para albergar a unas 500 personas a la espera del día en que les autorizaran la salida del país, algo que podía demorar años.

En estos campamentos no permanecíamos más de dos o tres meses. En cualquier momento, siempre de noche o en la madrugada para desestabilizarnos, nos despertaban al grito de “¡De pie!”, y nos daban la orden de recoger lo poco que teníamos y de subir a los camiones cañeros. Así nos trasladaban de noche, en 10 o 12 camiones, para pasar desapercibidos de las poblaciones que íbamos a atravesar.

Los trabajos a los que nos destinaban siempre estaban vinculados a la agricultura: corte, siembra y fumigación de la caña o recogida de frutos varios. La rotación de los campamentos se imponía una vez que el contingente hubiese terminado la tarea asignada por las autoridades.

Contrario a lo que se pudiera pensar, estos campamentos contaban únicamente con un suboficial del Ministerio de Interior, del que se decía que el destino infame de ocuparse de “gusanos” se debía a que había sido castigado por alguna indisciplina. Nadie más nos vigilaba. Resultaba obvio que, si todos teníamos como finalidad obtener el permiso para salir del país, estábamos decididos a soportar los trabajos forzados para lograr la anhelada salida. Aquello era un juego sádico, en el que debíamos ser los mejores guardianes de nosotros mismos.

Cada mañana se pasaba lista. A quien no apareciera se le marcaba ausente en su tarjeta (que incluía un informe sobre cumplimiento del trabajo, disciplina y ausencias). Una tarjeta que, en el momento de la salida, había que presentar, sellada, en la Oficina de Emigración en La Habana, en donde abrirían el sobre. De acuerdo con lo allí estampado, el desgraciado aspirante a emigrar obtenía la autorización o lo devolvían al campo de trabajos forzados. ¿Dije sádico? No, mejor decir vesánico.

―¿Hasta cuándo tuviste que sufrir esta tortura?

Hasta el 31 marzo de 1974, después de cuatro años de trabajos agrícolas, en que pudimos al fin embarcarnos rumbo a España.

Cuando nos llegó el telegrama de salida, Edith tuvo que arreglárselas para llegar hasta el campamento en donde estaba internado y presentar el telegrama que me autorizaba a salir de allí. Regresé con ella a nuestra casa. Disponíamos de unos pocos días para despedirnos de la familia y hacer el equipaje con lo poco que nos permitían llevar. El día anterior a la partida, llegó un oficial del Ministerio del Interior, acompañado por dos vecinos del CDR, para confirmar que no faltaba nada de todo lo inventariado. Nos pidieron que sacáramos el equipaje y los documentos que teníamos que llevar, y cerraron y sellaron el apartamento.

Entonces nos fuimos a la casa de un amigo, pues no queríamos aumentar la emotividad de la despedida de Edith con sus padres ya ancianos. Ya en el aeropuerto, en ese espacio que llaman “La Pecera”, después de la revisión de nuestros pasajes, pasaportes y permisos, oímos que nos llamaban por el altavoz. Nos presentamos y nos llevaron a una pequeña oficina en donde un oficial nos informó que a última hora nos retiraban el permiso de salida, y que debíamos esperar uno nuevo. El oficial, por supuesto, no podía decirnos cuándo lo recibiríamos. Entonces nos entregó un documento para que lo presentáramos al CDR y que retiraran el sello de la casa y nos permitieran regresar a nuestro piso. Unos meses después se repitió la misma experiencia, pero esta vez sí pudimos embarcar.

Edith dejaba en la Isla a sus padres y hermanos. En mi caso mis padres y mi hermano ya estaban en Miami hacía tiempo. Solo dejaba atrás a unos pocos amigos leales y a mi prima Josefina, que quería como a una hermana.

―¿Qué pasó a tu llegada a España? El franquismo daba sus últimos coletazos, ¿cómo viviste este periodo?

―Como te dije, llegamos a España en marzo de 1974, pocos meses después del atentado mortal de ETA al almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno, al que siguió, meses más tarde, un largo proceso de enfermedad que llevaría a la tumba al dictador Francisco Franco. Te confieso que la idea de tener que salir de una dictadura comunista y caer en los restos de una fascista no me resultaba grata, pero era la única opción.

Sin embargo, mi sorpresa fue que, a diferencia de la idea de una España pobre y arrumbada en el pasado que mis amigos exiliados republicanos me contaban, en realidad encontramos una sociedad, evidentemente autoritaria, pero que había comenzado un notable proceso de industrialización y modernización. Lo que estaba sucediendo en España y lo que se intuía en el ambiente político era que el régimen sin el Caudillo no podría sobrevivir. Estas circunstancias fueron decisivas para que Edith y yo decidiéramos quedarnos en Madrid y postergar el plan inicial de irnos a Francia en cuanto reuniéramos para los pasajes y el dinero suficiente para no llegar con los bolsillos vacíos. Ya sabes que desde el siglo XIX, el sueño bobo de todo hispanoamericano era “irse a París”, una obsesión tan patológica que le impidió al pobre Casal cruzar la frontera española.

La cuestión fue que desde mi llegada me propuse iniciar los trámites de convalidación de estudios en la Universidad Complutense, pero la pesadez de la burocracia española de entonces venció mi resistencia. Esto me permitió conocer el ambiente de rebeldía de los universitarios, simpatizar con ellos y compartir el entusiasmo de su apuesta por la democracia.

Ya en 1975 juramos lealtad al Rey Juan Carlos y nos convertimos en ciudadanos españoles. En breve, llegó la Transición y el país, efectivamente, comenzó a cambiar y nuestro destino también.

―¿Te relacionabas con la comunidad de intelectuales cubanos en el Madrid de ese entonces?

―Edith y yo fuimos a presentar nuestro respeto y admiración por su poesía a Gastón Baquero al Instituto de Cultura Hispánica. Esperábamos encontrar a un señor adusto, distante desde la altura que la leyenda le había atribuido. Para nuestro asombro, desde el primer momento, Gastón nos acogió con la simpatía y la bonhomía de un patriarca criollo, alguien que se desplaza con naturalidad de la reflexión profunda a la cariciosa risa con que abría las puertas a sus jóvenes visitantes. Él favoreció las primeras publicaciones de nuestros poemas y fue un ángel guardián del desarrollo de la poesía de Edith en España. Su compañía no nos abandonó hasta su fallecimiento en 1997.

La colonia cubana de exiliados en España era nutrida y compuesta por un grupo de profesionales y excelentes amigos: el propio Gastón Baquero, el escritor Mario Parajón y su esposa Annabelle Rodríguez, el cineasta Roberto Fandiño, el historiador Leopoldo Fornés-Bonavía, el intelectual Carlos Alberto Montaner, el pintor Waldo [Díaz-]Balart, el fundador de la Cinemateca de Cuba Germán Puig, el historiador y poeta Carlos Miguel Suárez Radillo, la arquitecta Irma Alfonso Rubio, el pianista José Luis Fajardo, la doctora Martha Frayde, el filántropo Víctor Batista-Falla, los escritores Lilliam Moro y Felipe Lázaro y un largo etcétera.

―¿A qué te dedicaste?

Primero trabajé en una escuela privada como profesor de Inglés gracias a un sacerdote cubano amigo de la infancia. Después en una agencia de traductores e intérpretes que llevaba un matrimonio alemán muy solidario con nosotros. Luego, trabajamos Edith y yo en una imprenta enorme, donde nos contrataron para operar unas máquinas de fotocomposición, cuyos manuales estaban en inglés y éramos los únicos que tenían a mano.

En 1975 un amigo común me presentó a Carlos Alberto Montaner, para quien traduje el libro de Seymour Menton Prose Fiction of the Cuban Revolution, y meses después me ofreció que me encargase de la producción editorial de las Ediciones Playor, una colaboración que duró hasta 1990 cuando Montaner, por necesidades de su vocación política y su compromiso de resistencia al régimen cubano, decidió fijar su residencia en Miami y negoció la posibilidad de trasladar Playor a Puerto Rico, bajo la dirección de Patricia Gutiérrez-Menoyo, hija de Eloy Gutiérrez Menoyo. En ese momento me propuso llevarme como director editorial, pero yo rehusé su oferta y decidí permanecer en España. Mientras, en 1988 Edith ―que había publicado una notable obra poética― y yo nos separamos, aunque conservamos buena amistad hasta su fallecimiento en 2006.

Fueron años de una gran amistad, de complicidades políticas tanto en la vida española como en los proyectos cubanos compartidos, y, para mí, la posibilidad de adquirir las destrezas propias de un editor profesional. Así fue como, en 1990, decidí fundar mi propio sello editorial: Verbum. Pero esa es otra historia.

―¿Cómo fueron los años de Verbum? ¿A quiénes publicaste?

―La imprescindible Aurora Calviño, mi nueva compañera, y yo nos dimos a la tarea inmediata de encontrarle a Verbum un hogar digno de la carga simbólica que representaba: efectivamente, el nombre de la editorial era un homenaje a la primera revista de la generación de Orígenes, y a su amparo echamos a andar. Como buque insignia del futuro catálogo publicamos Poemas invisibles en 1991, 14 espléndidos poemas inéditos que Gastón Baquero nos entregó.

Nos instalamos en Eguilaz, una pequeña calle cercana a la Glorieta de Bilbao, cálido Madrid decimonónico. Desde allí, sin proponérnoslo, Verbum se fue convirtiendo en un sitio de encuentro de jóvenes escritores cubanos que vivían o pasaban por Madrid, así como de viejos y nuevos conocidos que, de alguna forma, continuaban formando parte del apparatchik cultural de la Isla, que nos visitaban con la bandera blanca de paz y cordialidad, y que nosotros creíamos ver como si lo que quisieran fuera dejar marcado para el azaroso futuro que ellos “pasaron por” Verbum. En broma, mis amigos residentes en Madrid nos llamaban el “segundo consulado cubano”. En una ocasión un viejo preboste de la alta regencia cultural de La Habana llamó para visitarme y, generoso, quiso protegerme al preguntar: “Oye, no quiero que este encuentro pueda perjudicarte”. No pude dejar de sonreír al responderle: “Pero mi querido X, eres tú quien tiene que considerar si tu visita te perjudica, yo soy un hombre libre”.

Constituíamos la empresa Aurora como administradora ―lo había sido en Playor desde su fundación― y yo como director de publicaciones, editor, y durante unos años mozo de almacén y chico de los recados. Contamos desde el principio con la colaboración de excelentes amigos y profesionales con los que trazamos el plan inicial de producción, que consistió en la edición de varias series de uso y práctica del español: Serie de español para extranjeros, Serie de Manuales Prácticos de uso del español, Serie de Diccionarios. Al tiempo que comenzamos a formar las colecciones literarias: poesía, ensayo, narrativa y teatro.

Aunque se favoreció la presencia de autores cubanos, tampoco deseábamos ser identificados como una “editorial cubana”, aunque sí como una referencia obligada de una importante presencia isleña. Con el tiempo ampliamos el catálogo hacia otros ámbitos literarios como la Serie de Literatura Coreana, la Biblioteca Hispanoafricana, y más recientes las Series de Letras Hebreas y de Letras Árabes. Te confieso que el descubrimiento de la cultura coreana, sus vínculos con la china y la autenticidad de su identidad ganó de inmediato mi entusiasmo y una curiosidad que no ha cesado a lo largo de las dos décadas desde la creación de la Serie de Literatura Coreana, con cerca de 100 títulos publicados.

Pronto convocamos al Premio Internacional de Poesía Gastón Baquero. Entre sus ganadores se encuentran los cubanos José Abreu, Efraín Rodríguez Santana, Ramón Fernández Larrea, Jorge Luis Arcos; y entre otros hispanoamericanos, el chileno Sergio Macías.

La poesía cubana es una presencia constante en nuestro catálogo. Desde las poesías completas de Heredia, Casal, Juana Borrero y Baquero, hasta obras de Gertrudis Gómez de Avellaneda, José Martí, Eliseo Diego, Ángel Gaztelu, José Ángel Buesa, Nicolás Guillén, Manuel Díaz Martínez, Armando Álvarez Bravo, Rafael Alcides, Juan Cueto, José Kozer, Zoé Valdés, Lourdes Gil, Jesús Barquet, Isel Rivero, Orlando Rossardi, Iraida Iturralde, Lina de Feria, Reinaldo García Ramos, Lilliam  Moro, Joaquín Gálvez, Lourdes Gil, y así hasta cerca de un centenar de autores y obras, entre las que sobresalen los tres volúmenes canónicos de la Antología de la poesía cubana de Lezama Lima y la impecable Antología de poetas cubanas de los siglos XIX y XX, seleccionada y presentada por Milena Gutiérrez Rodríguez.

Desde sus comienzo, Verbum se dispuso a ampliar su vocación editorial hacia regiones más universales y humanísticas, abriendo su catálogo a obras de un carácter y una dimensión excepcionales, acogidas en la colección Verbum Mayor, al cuidado de Pedro Aullón de Haro, como fueron los siete volúmenes de Teoría del humanismo, dirigida por Aullón de Haro y la colaboración de una veintena de especialistas; los dos volúmenes de la monografía Barroco; los seis de Origen, progresos y estado actual de toda la literatura del jesuita Juan Andrés (1740-1817), padre de la literatura comparada y autor de la primera historia de la literatura universal; así como monografías de G. Santayana, E. R. Curtius, María Zambrano, K. C. Krause, P. Henríquez Ureña, K. Vossler, A. Eximeno, etc.

No deseo convertir esta entrevista en un catálogo de títulos. Sí creo oportuno dejar, al menos, la huella de la trayectoria de Verbum a lo largo de una treintena de años, como ha sido la compañía de poetas españoles (Jaime Siles, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca, Luis García Montero, Antonio Colinas…); hispanoamericanos (Darío, Neruda, Sergio Macías, Santiago Sylvester, Noni Venegas, Hugo Gutiérrez Vega, Eduardo Zepeda-Henríquez y nuestro más cercano compañero de ruta, el boliviano Pedro Shimose, entre otros.

Un libro del que me siento particularmente orgulloso de haber publicado ha sido Adiós, mi Habana de la artista norteamericana Anna Veltfort, quien recoge en sus 250 páginas ilustradas su memoria gráfica de los 10 años que viviera en Cuba. Para mí es, salvo las evidentes distancias, equivalente solo a Mauss.

―Sabemos que a la par desarrollaste una intensa actividad política…

―Conciliadas con mi labor editorial he podido desarrollar otras actividades políticas y culturales, como haber sido corresponsal en España de Radio Martí a lo largo de unos 10 años; y haber estado junto a la doctora Martha Frayde, recién salida de la cárcel, en la creación del Comité Cubano pro Derechos Humanos, activo hasta 2013. Igualmente, participé en la fundación de dos revistas, igualmente comprometidas tanto en lo político como en lo cultural. La primera, en 1996, fue, junto a Jesús Díaz, Encuentro de la Cultura Cubana, con el propósito de abrir un espacio de diálogo ―opuesto al modelo de sociedad intolerante y dictatorial de la Isla― entre los cubanos del exilio y los del interior, que quisieran participar, más los especialistas extranjeros. Aunque solo ejercí como director adjunto hasta el número tres, continué colaborando esporádicamente hasta su cierre en 2009.

La otra publicación en la que participé fue en la fundación de la Revista Hispano Cubana, en 1998, una publicación nacida en el esfuerzo común de la sociedad política española y del exilio cubano en España. Durante décadas realizó una extraordinaria labor de denuncia al régimen cubano y de soporte al pensamiento y la creación literaria de cubanos de ambas orillas.

―… aunque también cultural, fuera de los límites de Verbum, ¿no?

Durante años he dictado conferencias y seminarios sobre literaturas cubana e hispanoamericana en universidades de España, Francia, Italia y Estados Unidos; así como cursos de Introducción a la Literatura Coreana para un máster en Estudios Orientales del Instituto de Estudios Orientales de la Universidad Complutense, circunstancia en la que publiqué una Breve historia de la literatura coreana (2018).

En 2019 el Ministerio de Cultura de Corea premió, en un solemne acto de reconocimiento en Seúl, la importancia de la prolongada labor que había desarrollado en la difusión en el ámbito hispánico de la cultura, la historia y las letras coreanas. Presentes numerosos amigos, escritores y traductores coreanos en cuyo afecto y simpatía pude verificar, una vez más, el carácter cordial y abierto que diferencia a los coreanos del celo reservado chino y de la codificada rigidez japonesa.

―¿Qué pasó con Verbum cuando te retiraste?

―Por razones ajenas a nuestra voluntad, Aurora y yo tuvimos que jubilarnos en 2019. La legislación española imponía trabas a los jubilados para continuar ejerciendo labores de dirección en su empresa. Negados a clausurar la existencia de Verbum tuvimos la suerte de encontrar en un vocacional editor, el joven cubano Luis Rafael Hernández, escritor y poseedor de una sólida formación académica, a quien transferimos los poderes necesarios para continuar y expandir la ya veterana trayectoria de Verbum.

Desde entonces, reservé para mí la condición de editor senior y la dirección de dos colecciones, la Biblioteca Cubana y la Serie Literatura Coreana, en las que trabajo desde mi despacho en casa.

En 2015 celebramos los 25 años de Verbum en los salones del Instituto Cervantes, en compañía de un nutrido grupo de amigos y colaboradores: consejeros, lectores, autores, traductores, correctores, portadistas y maestros del arte de la tipografía actual, todos ellos corresponsables de la trayectoria que se celebraba.

 

 

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