Padilla y Giroud: el Caso y los archivos Por Antonio José Ponte Diario de Cuba 11 de marzo de 2023
 Heberto Padilla. DIARIO DE CUBA
La filmación del discurso de Heberto Padilla, que constituye el meollo del documental de Pavel Giroud, fue hecha especialmente para un espectador: Fidel Castro.
Para 1971, a inicios de su segunda década en el poder, el régimen revolucionario cubano estaba especializado ya en la difusión de procesos judiciales. Había televisado los juicios a torturadores y militares de la depuesta dictadura batistiana. Había interrogado ante las cámaras a los invasores de Playa Girón, en lo que Hans Magnus Enzensberger llamó El interrogatorio de La Habana. Y televisado parcialmente, y emitido por radio, el juicio por la delación de un grupo de conspiradores masacrados años antes del triunfo revolucionario: el "Caso Marquitos".
Fidel Castro conocía por experiencia propia cuán buena propaganda podía salir de una vista judicial. Arrestado tras el fracaso de su primera acción armada, ejerció su propia defensa en el juicio, y el alegato que entonces pronunció fue entendido como un programa de gobierno. (Décadas más tarde, haría atravesar por un juicio televisado a uno de sus generales, Arnaldo Ochoa, antes de mandarlo a fusilar.)
Con estos y otros antecedentes, cuando el 27 de abril de 1971 el instituto oficial de cine emplazó dos cámaras en la sala de actos de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), fueron convocados los más importantes escritores y se dispuso ante los micrófonos a un poeta arrestado por contrarrevolucionario, era de suponer que allí celebrarían uno de aquellos espectáculos judiciales.
El poeta ante los micrófonos y las cámaras era Heberto Padilla. Treinta y nueve años de edad, varios libros publicados, el más reciente premiado por esa institución en la cual iba a rendir cuentas. Fuera del juego (era el título del libro) había sido publicado con una nota institucional que objetaba la decisión del jurado, sus poemas fueron declarados contrarrevolucionarios, y contrarrevolucionarios los comentarios hechos por el autor a diplomáticos, visitantes extranjeros y colegas suyos. Heberto Padilla venía de pasar un mes y una semana en arresto y, antes de empezar con lo que tenía que decir, quiso dejar claro que había sido él, y ningún otro, quien pidiera la oportunidad de aquella reunión.
Poco después de las nueve de la noche comenzó su discurso de autoinculpación, habló aproximadamente durante tres horas, sudó copiosamente, adujo cansancio por no haber dormido la noche anterior, y se guardó para el final la denuncia de un puñado de nombres. Aquel era un juicio en el que faltaban las partes: no existía defensa y habían sido suprimidos el fiscal y los testigos. Bastaba, al parecer, con el acusado, que se incriminaría detalladamente y confesaría a partir de sesiones celebradas durante más de un mes entre él y la policía política.
El acusado traía unas notas escritas, aunque no se valió de ellas y, en un ataque de histrionismo, las rompió, decidido a confesarse espontáneamente. Sus palabras, improvisadas o recitadas de memoria, serían publicadas de inmediato. Las reprodujo la revista Casa de las Américas, y desde entonces nos resultan conocidas. La filmación, en cambio, permaneció bajo custodia durante más de medio siglo, y nos faltó hasta ahora todo aquello que un informante de la policía apostado en los cursos de Jules Michelet (Colegio de Francia, 13 de febrero de 1851) echaba de menos en sus informes: "La estenografía podrá reproducir todo el discurso hablado, pero no contará ese guiño o ese asentimiento de cabeza con los cuales terminan frases audazmente iniciadas, que se conectan con la imaginación de una juventud ardiente y atormentada".
Lo que ya repugnaba de leídas…
Gracias a El Caso Padilla (Ventú Productions, 2022), un documental de Pavel Giroud, accedemos ahora a los guiños y asentimientos de aquella noche y, lo que repugnaba de leídas, se hace más repugnante en estas imágenes de archivo. Ahí están la vileza de un régimen que impone el exhibicionismo de la culpa y la vileza de quien denuncia a sus amigos y a su propia esposa. Porque Heberto Padilla se acusó esa noche de contrarrevolucionario y acusó de contrarrevolucionarios a otros.
Apenas trascendió, esa intervención suya fue leída en clave estalinista y Giroud yerra en El Caso Padilla al establecer ciertos paralelos soviéticos: cuando Padilla confiesa haber sido tomado en Occidente por uno de los intelectuales contestatarios de otros países comunistas, está refiriéndose a alguien como su amigo Evgueni Evtushenko, no a Pasternak, Solzhenitsyn, Siniaski, Daniel o Gorbanevskaya. (Estos últimos atravesarían sanciones y sentencias mucho peores que las de Padilla, pero no incurrieron en autocríticas y se declararon inocentes.) Los equivalentes soviéticos del caso Padilla habría que buscarlos bajo Stalin, en los procesos moscovitas de los años 30. En el de Bujarin, por ejemplo, quien exageró las acusaciones que le hicieran con tal de convencer a sus jueces del absurdo, y logró únicamente que esas exageraciones fueran tomadas por verdaderas y en su contra.
Padilla, residente en Moscú por algún tiempo, conocedor de aquellas viejas historias moscovitas, y cuyo libro cuestionado incluía una sección de temas soviéticos ("El abedul de hierro"), intentó asimismo maniobrar. Se encargó de sobrepasar lo pactado. Sobreactuó el asco que sentía por sí mismo y sobreactúo el entusiasmo por sus torturadores, a quienes alabó encendidamente, con frases dignas del realismo socialista. Puso comillas a lo que pronunciaba para que sus frases fuesen entendidas como citas del Moscú de los años 30, habló como si estuviera traduciéndolo del ruso. Destinó su discurso, no a quienes lo oían en la sala, no a los jefes de su arresto, sino a destinatarios más lejanos, esparcidos por todo el mundo.
A esas alturas era evidente que sus poemas no se habían equivocado. Esa noche él escenifica sus poemas, cumplía la profecía de un libro que hablaba de vigilancia policial, de persecuciones y exigencias de desmembramiento hechas al poeta. Faltaba en todo aquello el Gran Inquisidor, y con tal de no dejarlo fuera, Padilla remedó los gestos y las cadencias oratorias del comandante en jefe. En el documental de Pavel Giroud, Padilla es por momentos Fidel Castro que truena contra Padilla y contra las presunciones de los intelectuales.
A Heberto Padilla no tendríamos que entenderlo únicamente como víctima, pues con su ceremonia de autoinculpación (samokritika, por su nombre estalinista) confirmaba la obra que había escrito. Y no tendríamos que entenderlo únicamente como víctima puesto que se comportó también como victimario y, sea cual sea la interpretación que demos a su conducta, es innegable que sirvió de delator a la policía política. O, más exactamente, de fiscal, ya que él especificó que nada de lo que revelaría allí resultaba novedad para Seguridad del Estado.
Antes de acusar a su esposa, la poeta Belkis Cuza Malé, a varios escritores de su generación y a José Lezama Lima, les recordó que la revolución podría haberlos detenidos tal como había sido detenido él. Imbuido del Fidel Castro más acusador, avisó a la asamblea: "Y si no ha habido más detenciones hasta ahora, si no las ha habido, es por la generosidad de nuestra revolución".
Hasta llegar a este extremo, su teatro pudo constituir una maniobra de salvamento a la Bujarin, pero de ahí en adelante dedicó a otros el tono amenazante y asqueado que se dedicara a sí mismo. Habló por otros y contra otros. Y, para remate de la situación, aquellos a los que había acusado pasaron ante los micrófonos para culparse a sí mismos. Uno de ellos, Pablo Armando Fernández, elogió el "momento esplendoroso y ejemplar de Heberto Padilla".
La infamia resultaba contagiosa: Padilla elogiaba a sus victimarios y, nada más convertirse en victimario, sus víctimas se aprestaban a elogiarlo a él. (José Lezama Lima no estuvo entre los asistentes pues la policía política debió preferir no exponerse a uno de sus discursos herméticos, impredecibles, que no dejarían clara su culpabilidad. Esa misma mañana lo había visitado un oficial, acompañado por Padilla, quien lo enfrentó a una grabación donde Lezama Lima opinaba en contra de la revolución.)
El documental de Giroud, que dentro de su brevedad se extiende en contextualizaciones epocales y sigue la biografía del protagonista hasta su muerte en el exilio, olvida dar noticia de cómo continuaron las existencias de todos esos denunciados. Lástima, porque a partir de aquella noche cada uno de ellos padeció castigo y censura, algunos hasta el día de su muerte. Varios terminaron en el exilio, otros en contubernios con el régimen, pero todos tuvieron en común eso que Virgilio Piñera, presente allí y castigado también, tildaría de muerte civil.
La imagen del Piñera de esa filmación resulta sobrecogedora. Sentado en el piso, presta oídos a lo que se dice con la cabeza gacha. Es el único asistente filmado por la espalda. Sentado en el piso y gacha la cabeza, le falta solamente el tajo del verdugo. Diez años antes, a la misma edad que Padilla tenía en ese momento, él había cruzado unas palabras con Fidel Castro acerca del miedo a la administración de la cultura por parte del Estado. De los reunidos allí, era el más consciente de lo que vendría. (Otro de los presentes se haría sabio al respecto dentro de poco: el joven Reinaldo Arenas, con el brazo derecho extendido hasta una de las columnas de la sala, como un atlante asegurando la estabilidad del techo.)
Media hora después de la medianoche, al otro día ya, el vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas dio por terminada la ceremonia. Dijo estar seguro de que todos salían de allí conociéndose mejor y conociendo mejor a la revolución. Las condenas del acusado principal y del resto de los acusados quedaron sin formular, lo cual haría más misterioso, a fuerza de arbitrariedad, el castigo.
Del trabajar únicamente con archivos
Pavel Giroud sacó de La Habana, del secreto oficial, la filmación del discurso de Heberto Padilla en la UNEAC. Eligió fragmentos de esa filmación para su documental de una hora y cuarto, y se impuso ciertas premisas. Detalló algunas en una entrevista: utilizaría únicamente fuentes de archivo, con lo cual quedaban descartadas las entrevistas a los sobrevivientes de aquella noche. No conocía personalmente a nadie cercano a Padilla y no se propondría ahora conocer a ninguno.
Atenerse a imágenes preexistentes consiguió que quienes hablan en su documental sean, en su inmensa mayoría, intelectuales extranjeros. Salvo una frase de José Lezama Lima referida por Padilla y un fragmento de entrevista televisiva donde Guillermo Cabrera Infante rememora la censura de PM y la publicación de su primera novela en España, no se presentan testimonios o juicios de cubanos, si descontamos al propio poeta y a Fidel Castro.
"Hay menos cubanos porque en esa época en la prensa nacional no se habló del Caso Padilla", ha explicado Giroud. La restricción de trabajar solamente con archivos le impidió entrevistar a Belkis Cuza Malé, Norberto Fuentes y Manuel Díaz Martínez, protagonistas de distintos momentos de la noche aquella. Giroud argumenta que "ya sabemos lo convenientemente que usamos la memoria y lo imprecisa que suele ser a veces", y recordó que todos ellos tenían escritas sus versiones de los hechos y bastaba con rastrearlas en Google. Acerca de la opción de colocar a esos testigos ante la filmación oficial, devolverlos a la noche en el salón de actos de la UNEAC y registrar sus reacciones, no comentó nada. Pavel Giroud adoptó además otra premisa, deducible de los créditos de El Caso Padilla: no servirse de consultor histórico o literario ninguno. El trabajo de investigación histórica para su documental fue realizado, como ha explicado él, por una de los tres productores del proyecto.
Me pregunto qué razón pudo tener para no utilizar los conocimientos que otros acumulan. ¿Presupuesto? No lo habría necesitado para ello. ¿Necesidad de trabajar en secreto? Habría podido mantener el secreto. (Hago este disclaimer: fui invitado por él y por uno de sus productores ejecutivos, Alejandro Hernández, a ver el documental antes de que fuera estrenado. Lamentablemente, no pude asistir. Pero aquí estoy refiriéndome a consultores que ayudaran desde el inicio del proyecto y, por supuesto, a casos que sobrepasan el mío.) Si a la falta de figuras cubanas en el documental se suma esta ausencia de consultoría, cabe afirmar que su realizador, en posesión de un tesoro de archivo, se dedicó a acordonarlo para que nadie más penetrara en él. Un modo de trabajar que, a la vista de los resultados, contaba con riesgos.
Contar en una hora y poco el Caso Padilla para un público extranjero (o para jóvenes cubanos) resulta una tarea muy difícil. Pavel Giroud la acometió, pero esa tarea exigía algo más que la inmersión de una productora en las hemerotecas y los archivos fílmicos. Antes aludí a lo erróneo en el paralelismo con la historia soviética y a la nula información sobre el destino de los acusados por Padilla. El Caso Padilla adolece de otros puntos débiles.
Sobran en él muchas de las imágenes de 1968 en diversos rincones del mundo, pues Fuera del juego, aunque publicado ese año, no es un libro de espíritu sesentayochista (como Taberna y otros lugares, de Roque Dalton, por citar un ejemplo). La muerte del comandante Guevara, los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, la matanza de Tlatelolco, las protestas en Londres y los desfiles de la Guardia Roja, pueden embarullar al espectador. Para explicar sucintamente el Caso Padilla, habrían bastado las incluidas imágenes de la invasión soviética de Checoslovaquia y su justificación por parte de Fidel Castro, a las que cabría haber agregado imágenes del fracaso de la Zafra de los Diez Millones, apenas aludido por alguien que habla en el documental.
El apoyo del régimen cubano a la invasión soviética a Checoslovaquia y el fracaso de la gran zafra proyectada por ese régimen es lo que va de la publicación del libro cuestionado de Padilla, en 1968, a su detención y autocrítica, en 1971. La cuestión de fondo en todo esto no es (como expone el documental) que el régimen cubano fuera comunista, sino que ese régimen comunista no pudiera quitarse de encima las directivas de Moscú. Haber perdido la apuesta de la zafra significaba tener que atenerse en lo adelante a tales directivas. Y nueve meses antes que el de Heberto Padilla había ocurrido otro discurso de autocrítica, aún más histriónico: el de Fidel Castro responsabilizándose del fracaso de la zafra. El Caso Padilla habría hecho mejor en centrarse en ese par de episodios: Praga y zafra.
La filmación oficial que constituye el meollo de El Caso Padilla había sido hecha especialmente para un espectador: Fidel Castro. ¿Cuál fue su reacción cuando se la proyectaron? En La mala memoria, Padilla cuenta cómo Seguridad del Estado tuvo a bien notificarle que el comandante en jefe había quedado satisfecho. Acerca de este punto no da información ninguna el documental de Giroud. Lo que sí aparece en él es la siguiente frase del discurso de clausura del Congreso Nacional de Educación y Cultura, pronunciado por él tres días después de aquella velada en la UNEAC: "Y para volver a recibir un premio en un concurso nacional o internacional, tiene que ser revolucionario de verdad, escritor de verdad, poeta de verdad. Tendrán cabida únicamente los revolucionarios".
Puesto que el documental no hace ninguna otra referencia a lo establecido en ese congreso, parecería que las autoridades estuvieran respondiendo a una problemática de 1968, cuando resultara premiado el libro de Padilla, y no al año en curso de 1971, con todo lo que acababa de ocurrir. Las directivas del Congreso Nacional de Educación y Cultura sobrepasaron en mucho el quid de a quién galardonar, como puede inferirse de tan solo un par de frases de su "Declaración final": "El arte es un arma de la Revolución" y "La formación ideológica de los jóvenes escritores y artistas es una tarea de máxima importancia para la Revolución. Educarlos en el marxismo-leninismo, pertrecharlos de las ideas de la Revolución y capacitarlos técnicamente es nuestro deber".
Aunque si lo que se quería era citar al propio Fidel Castro, lo óptimo habría sido respetarle aquello que ese discurso suyo derrocha: matonería. La frase sobre la adjudicación de premios que leemos en el documental habría revelado toda su vulgaridad de añadirle la oración que la antecede de inmediato: "¿Concursitos aquí para venir a hacer el papel de jueces?". Se trata de un discurso lleno de rabia, un clásico de la rabia castrista, y en él pueden tropezarse apelaciones como: "seudoizquierdistas descarados que quieren ganar laureles viviendo en París, en Londres, en Roma", "latinoamericanos descarados", "ratas intelectuales"… El discurso incluye esta fantasía erótica de linchamiento: "Si a cualquiera de esos 'agentillos' del colonialismo cultural lo presentamos nada más que en este Congreso, creo que hay que usar la policía, no obstante lo cívicos y lo disciplinados que son nuestros trabajadores y que son estos delegados al Congreso". Lástima que lo citado en El Caso Padilla sea tan aséptico y concentrado en un punto no demasiado principal del nefasto congreso.
Un epílogo descuidado
Una vez aprovechado en su documental el archivo secreto, Pavel Giroud no muestra demasiado interés por la historia que sigue y descuida el epílogo. De los nueve años que Padilla tuvo que pasar en Cuba antes de salir al exilio se nos dice únicamente que estuvo condenado a trabajos agrícolas junto a su esposa. Pero, ¿le permitieron publicar? ¿Tuvo un empleo? Y una vez que él lograra salir del país, ¿qué pasó con Belkis Cuza Malé? ¿Mantuvieron los dos su matrimonio? Nada de esto se contesta. Y tampoco hay noticias de cómo continuó el poeta su obra en el exilio.
A Padilla fueron a recibirlo al aeropuerto, en Nueva York, el cuentista y novelista Bernard Malamud, Robert B. Silvers (director de The New York Review of Books) y el senador Ted Kennedy. (Según cuenta en sus diarios Ángel Rama, y la información le venía de García Márquez, a Fidel Castro lo llenó de asombro que Kennedy hubiera ido a recibirlo.) No existen, hasta donde sé, imágenes de ese momento. Tampoco de la amistad de Padilla con figuras como la ensayista Susan Sontag y los poetas (y Premios Nobel) Joseph Brodsky y Derek Walcott. Pese a ello, El Caso Padilla podría haber incluido las portadas de sus nuevos libros, en varias lenguas y en las editoriales más prestigiosas. Podría haber mostrado algún ejemplar de la revista que él fundara junto a Cuza Malé en el exilio, sostenida y continuada por ella en una larguísima trayectoria: Linden Lane Magazine.
No sería cuestión de magnificar lo que esos años fueron para Padilla (Néstor Díaz de Villegas ha recordado recientemente sus encuentros con él en Miami, el viejo poeta alcoholizado y perdido), aunque tampoco de achicárselos a la participación en un encuentro de escritores de la Isla y del exilio celebrado en Estocolmo y al rechazo que esa participación despertó en Miami. El documental de Giroud afirma que, a causa de ese rechazo, el poeta se vio obligado a marcharse de Miami, y cita una frase suya en la que se considera a sí mismo, una vez más, fuera del juego. El intento de equiparar el juego de Miami al de La Habana, o los ataques de la iglesia de la derecha a los ataques de la iglesia de la izquierda (Padilla menciona ambas iglesias en un fragmento de la televisión francesa, presentándose como hereje de ambas) constituyen, en el caso de Padilla, gestos de coquetería ideológica. En el caso de Giroud, imprecisiones. Pues ninguna otra persecución que sufriera Padilla iba a ser igualable a la que le llegó por la izquierda, persecución de Estado.
Los minutos finales de El Caso Padilla, cuando sabemos ya que el poeta ha muerto en el exilio, ofrecen una última imagen suya. Habría sido de esperar que valiera como resumen de su existencia, legado del autor y del personaje que fue. Padilla habla en esos minutos de lo justo que fue su encarcelamiento y recuerda cómo alcanzó a escribir nuevos poemas en la cárcel, hasta un poema a la primavera. Son imágenes que provienen de la noche aquella, de su actuación en el salón de actos de la UNEAC. ¿Por qué, cuando creíamos haber dejado atrás todo eso, lanzado el escritor a su exilio y hasta muerto, Pavel Giroud lo pone a pronunciar palabras como esas, dichas bajo coacción? ¿Están citadas como un sarcasmo ideal para el cierre de la historia? ¿O acaso por lo aleccionadoras que pueden sonar?
Lo que Heberto Padilla dijo entonces tendría que ser atendido solamente en tan determinantes condiciones. Fuera de allí, pierde su valor de cita. Una frase de la autocrítica de Padilla traída a cuento fuera de la autocrítica de Padilla no podría ser, de ningún modo, el colofón de un documental que ha intentado contar su historia. Es como si Pavel Giroud desconociera en ese punto que, al operar con un archivo tóxico, es preciso manejarlo con extremada precaución y dentro de unos límites determinados.
Las imágenes de la poeta Katherine Bisquet y de un grupo de jóvenes que protestan en La Habana a la entrada del Ministerio de Cultura, reservadas para el final de su documental, funcionan ahí como uno de esos documentos adjuntos de ciertos mensajes que, cuando los abrimos, no contienen nada.
Las dos primeras secciones de este texto aparecieron originalmente en la Revista Ñ, del diario Clarín, de Buenos Aires. |