A la Dama de América que, con la magia de sus versos, convirtió las piedras en estrellas. “Mi vida entera puede pasar por el rosario, pues aunque ha sido ciertamente una vida muy larga, me fue dado vivirla sin premuras, hacerla fina como un hilo de agua”… Dulce María Loynaz (Últimos días de una casa)
A comienzos del año 92, conocer a Dulce María Loynaz personalmente me parecía un sueño inalcanzable. Aún hoy me parece estar soñándolo y no consigo del todo aceptarlo como una realidad. Por entonces yo andaba enfrascada en la batalla de escribir lo que se dice en serio y entendía algo más que serio no ya el empeño de escribir sino mi pretensión de acercarme a la poetisa. Conocía parte de su obra: Poca para ser justos y quizás ni siquiera lo mejor de su poesía. Pero esos pocos versos suyos me habían ya calado hondo y exaltado la imaginación de la primera juventud. Más que la poeta en sí, me intrigaba la mujer que tuvo la osadía de escribir a Tut- Ank - Amen una carta de amor que a mi juicio inmortalizó a la “exquisita criatura” más allá de los mitos orientales y las cenizas cuatro veces milenarias. Muchos, al leer la carta, habrán sido atrapados al igual que yo y habrán recibido como yo, esa impresión sobrecogedora, mezcla de asombro, imposibilidad, ternura y desolación que nos deja la lectura del poema, pero sobretodo, probablemente, habrán sentido el apremio de descubrir a la autora, de penetrar la personalidad y el alma de aquella muchacha que, con sólo 26 años, fue capaz de escribirla y conmovernos haciéndola trascender generación tras generación sin que perdiera un ápice de su encanto inicial. No, no fue Cervantes sino Tut- Ank- Amen quién me trajo hasta usted –le dije-, la tarde que la conocí, cuando con el bastón en ristre me anunció que no le interesaba en lo absoluto el proyecto que venía a proponerle: reunir a las mejores poetisas hispanoamericanas para escribir sobre ellas. -Usted está aquí, porque me dieron el Cervantes –me dijo. De no ser así no habría venido a verme. En cuanto a las poetisas, dejó claro que nadie había vuelto a pensar en reunirlas desde el 4 de abril del 51, cuando ella les dedicó su discurso de entrada a la Academia Nacional de Artes y Letras, titulado precisamente así: Poetisas de América. -No viene al caso ocuparse de eso ahora. Desde el 51… ¡figúrese! Ha llovido mucho desde entonces. ¿No le parece? La entrevista estaba terminada y con ella quedaba trunca la investigación que había iniciado hacía alrededor de un año en la Biblioteca Nacional. Restaba sólo despedirse. Afuera llovía a cántaros. Pensé que la tarde se afligía con mi tristeza sin esperanza de escampar. Pero en vez de despedirme, se me ocurrió decir algo, y lo dije por decir como si hablara apenada de mi misma. -En el 51 yo estaba recién nacida. No sabía ni leer ni escribir. Me sonrió con picardía. Con esa sutil picardía que retuvo en su sonrisa hasta el final y quedó recogida para siempre en las que fueron sus últimas fotografías. -Discúlpeme estoy prácticamente ciega, no distingo la edad de mis visitantes…Y a propósito… ¿Usted cree que ahora si sabe escribir? -Lo estoy intentando seriamente. Respondí alebrestada por el giro repentino que cobraba la conversación. Por largo rato hablamos de las poetisas: de la “excelsa Tula”, como llamaba a nuestra Gertrudis Gómez de Avellaneda, me contó anécdotas de Gabriela, de su encuentro con Juana en Uruguay, de la trágica muerte de Alfonsina y el misterioso final de la más grande de todas, la que ella siempre ponía por encima de todas las demás. -¿Dice usted que tiene a Delmira concluida y le gustaría leérmela? Yo asentí entusiasmada. -Sabe, yo soy muy sincera. Aparte de escribir, ¿a qué otra cosa se dedica en su casa? Friego cazuelas –le dije, pensando que, de todos los quehaceres de la cocina, fregar resultaba el más ingrato. -Pues bien, quedamos en lo siguiente: Usted me trae a Delmira. Si me gusta como escribe, comenzamos el trabajo y la dejo escribir mi biografía. Si no, ya sabe: puede volver a sus cazuelas. Así fue que empezó todo. Un todo que se me fue de las manos, que traté de resumir en un libro sin saber, que la empatía y la amistad no se recoge en un título ni se encierra entre carátulas. Cuesta mucho expresar mis impresiones con palabras, cuesta ordenar los recuerdos y sobretodo trasmitir a través de esos recuerdos, lo que significó para mí trabajar con Dulce Maria Loynaz. Nunca he sido dada a contar con facilidad cosas que de algún modo van con uno, impresas en la retina y más que todo sentidas muy adentro. Debo decir con toda sinceridad que al principio me lo tomé como un reto, sabía que estaba atravesando una situación privilegiada, una experiencia irrepetible en mi vida y esto probablemente me espoleaba, o más bien me sostenía, porque he de decir también sinceramente que en más de una ocasión estuve por desandar lo ya andado, y declararme vencida, echándolo todo a perder. Llegué al punto de creer que era preferible incluso dedicarme a mis cazuelas. La propia Dulce María se encargó de dejar claro lo que esperaba de mí o mejor dicho, lo que me esperaba a mí si quería escribir de ella. -Escriba con ecuanimidad, diga solo lo que siente, y no haga un libro largo. Ya se que mi vida es larga y que hay mucho que contar, pero si escribe demás, corre el riesgo de perderse en halagos y frases admirativas que no se ajustarían a la verdad. - ¿Cómo quiere que resuma sus noventa y tantos años en menos de 200 cuartillas? -Exprima toda mi vida, extráigale el zumo como si fuera una naranja. Ya lo hizo con Delmira, ¿qué diferencia hay conmigo? - No es lo mismo, usted lo sabe. Delmira vivió sólo veintiséis años, y yo no la conocí. Usted en cambio... - Piense en lo de la naranja. Ya verá como le sale. Por cierto, hoy es jueves. ¿Qué le parece si el martes de la próxima semana me trae ya el primer capítulo? Qué no nos coja la noche leyendo, ya sabe, los apagones no perdonan ni el Vedado. Pero a medida que pasaban los meses, y nos íbamos adentrando en el trabajo y ganando en confianza, los días comenzaron a acortarse, las tardes hacerse más plácidas y las noches a tomarnos desprevenidas, sumiéndonos de súbito en total oscuridad. Debo decir que los apagones en casa de Dulce María cobraban un efecto mágico. Los pinos que rodeaban el desolado jardín, oscilaban agigantados por las penumbras, los gajos secos y negros sombreaban las ventanas y la estatua de mármol del portal, amedrentaba a la luna con su tronco mutilado de lividez fantasmal. El ambiente se tornaba sobrecogedor, alucinante al extremo de sentirte identificada con los “sobrevivientes” de Gutiérrez Alea. En la Sala, la figura menuda de Dulce María, se perfilaba bajo el resplandor titilante de las velas, recostada al butacón. Se diría que venía de otro tiempo, o tal vez era que el tiempo no contaba en la sala. Yo tenía la certeza de que sus manos flotaban, que eran un par de alas blancas revoloteando en las sombras. Fueron las únicas noches de mi vida que bendije un apagón. No sólo porque me retenía en su casa prolongando la entrevista, sino porque hacía el momento más íntimo y propicio a confidencias y en aquellas confidencias estaba lo mejor del zumo: toda ella en si misma. Poco a poco, se me iban revelando facetas de su persona que no podía suponer. A veces podía llegar a ser más dulce que su propio nombre, y otras ocurrente y sagaz, dependiendo de la situación o el tema que se abordara. -¿Es cierto eso de que la hija de Raúl Castro es gran admiradora suya y hasta vino a visitarla. - Puede ser. - Pero dicen que le preguntó cómo veía usted el futuro de Cuba. - Bueno para eso hay una sola respuesta: A mi Dios me dejó ciega. En más de una ocasión me demostró su amistad temiendo por mi salud, y por lo mucho que podía afectarme escribir de madrugada. Yo le respondía siempre citando el poema número III de sus “Poemas sin nombre” “Sólo clavándose en la sombra, chupando gota a gota el jugo vivo de la sombra se logra hacer para arriba obra grande y perdurable” -¡Hija, pero no hay que exagerar! ¿Qué hace para mantenerse en vela, beber café? Porque no me vaya a decir que le basta con el jugo de la sombras. -Tampoco alcanza el café. Así que recurro a la albahaca, Paso las madrugadas en blanco tomando tisanas de albahaca. Tengo pelada la matica del patio, pero sienta bien y la musa lo agradece. La risa brotaba espontánea, en medio de la conversación, nos servía siempre de bálsamo y era también un recurso al que solíamos apelar, para dejar atrás los temas álgidos, dolorosos y sensibles que inevitablemente nos tocaba abordar. No era Dulce María, mujer de lágrima fácil. Creo que nunca lo fue; ni siquiera en los momentos más duros, cuando su mundo se vino abajo y quedó sin asideros: a solas con su soledad. Solamente una vez la vi sacarse los lentes para secar los cristales que empañara la emoción. Fue la tarde que me habló de aquella rosa verde que Pablo le regaló en Canarias. -Estaba recién abierta, bañada por el rocío y a mí me dio por creer que aquella rosa era única en su especie y había nacido sólo para mí. A pesar de lo mucho que le agradaban las flores siempre se negó a aceptármelas. -¿Para qué me trajo rosas? –me decía entristecida-. Las rosas son para regalar los ojos, y usted sabe que los míos apenas las puedan ya disfrutar. Yo permanecía callada, recogía las rosas de su regazo y las acomodaba a mi modo en el búcaro que tenía frente a la imagen de la virgen de la Caridad, la santa patrona de Cuba, la que según me contaba había guiado a su padre y a las tropas mambisas en la manigua. En los años que permanecí trabajando con Dulce María no dejé pasar ni un día sin implorarle a la santa. No podía suponer que Dulce María también me incluía en sus plegarias. No lo supe hasta algún tiempo después, una mañana inolvidable de diciembre. Ese día, muy cerca ya de concluir el libro, trabajamos intensamente. Estaba pronta a marcharme cuando ella me tomó las manos de repente, apretándolas con fuerza entre las suyas y sin dejar de mirarme fijamente a los ojos, dijo: -¡Qué Dios le conserve la inspiración hasta poner el punto final a su obra! Tanto le quise decir, que no alcancé a decir nada. Lo único que atiné fue a retener por un instante más sus manos entre las mías y a despedirme besándola en la frente. Se que ella me entendió… Hay momentos en la vida en que sobran las palabras. Aunque estaba lejos de ser la anciana rígida, distante y resentida que muchos suponen o quieren suponer que fue, era estricta en sus deberes académicos y además de su elegancia de espíritu, poseía un perfecto sentido de la ética profesional que solía desconcertarme. Tardó muchísimo tiempo en llamarme por mi nombre, y admito que esa omisión, llegó a intrigarme bastante, yo me decía que la causa no podía estar dada por la falta de confianza o sinceridad en el trato, puesto que de acuerdo a su criterio, la confianza y la sinceridad eran dos condiciones imprescindibles para la credibilidad de nuestro trabajo. Tampoco cabía achacarlo a una falla en la memoria, porque si bien es cierto que la vida le jugó una mala pasada con la falta de visión, la compensó con una lucidez asombrosa que habría de conservar intacta hasta el fin. ¿Qué era entonces? Mi curiosidad fue castigada con una respuesta tajante: -No crea que por llevar el apellido de un ilustre historiador le voy a hacer concesiones. Hay quienes se acostumbran a vivir del nombre, y puede que les vaya bien, no se lo niego. Pero al final los nombres pasan, se olvidan, se sustituyen por otros. Es tu obra lo único que permanece y trasciende, y esa sí que por más que lo intenten, nada ni nadie te la puede arrebatar. Lo digo por experiencia. Ni siquiera cuando se fracturó la cadera, aceptó interrumpir las sesiones de trabajo. Me recibía en su cuarto, y aún postrada en su cama, con los párpados entrecerrados hacía acopio de entereza para no perder ni un ápice de la lectura de mis textos. Fue allí, en la intimidad de su habitación, cuando estrechamos los lazos que habrían de unirnos para siempre, fue allí, donde empecé a valorar sus condiciones humanas, a reconocer la gran mujer que residía en si misma y que ella misma, al igual que su vieja luna, se encargó de relegar a su mitad en sombras. Fue allí, que gané a la amiga, fue allí que también ella se ganó mi amistad y como amigas nos tuvimos desde entonces. Desistí de llevarle flores. Cambié las rosas por el chocolate que si podía disfrutar. El chocolate era un lujo que no podíamos permitirnos los que vivíamos de un sueldo y cobrábamos en moneda nacional. Pero yo lo procuraba hasta debajo de las piedras. Me encantaba la sonrisa de complicidad que le asomaba a los ojos cuando la sorprendía con unos cuantos bombones en Navidad o el día de su cumpleaños. No pasó por alto la sutileza de aquel cambio en los regalos, y trató de disculparse. -No vaya a tomarme a mal lo de las flores. Aprecio mucho su gesto. No es sólo por lo de la vista, sabe… Es que las rosas le pertenecen a Pablo. Tráigamelas cuando yo ya no esté… Las últimas rosas se las dediqué el día que tomé la decisión de despedirme para siempre de su casa. No sabía que poco tiempo después me tocaría a mí también despedirme de la mía, renunciar a todo lo mío y partir de mi patria en un viaje sin regreso. La sala estaba vacía pero retenía misteriosamente su presencia. María del Carmen, su sobrina, se encontraba enfrascada en la mudanza. Había conservado la casa como si fuese un santuario. Todo estaba en su lugar. El sillón junto a la ventana de la cocina, la musa de mármol, descabezada en el portal, el bastón descansando igual que siempre, sobre el enorme butacón de pana descolorida, la pequeña comadrita donde yo solía sentarme a leerle los capítulos de “La Voz del Silencio” . Tenía siempre la impresión de que iba a aparecer de repente, vestida con su bata blanca, saliendo de la cocina o de aquella habitación de los bajos donde me recibió tantas veces. Las rosas se habían mustiado en mis manos mientras yo repasaba el salón con la vista. Sabía que lo estaba viendo por última vez y quería que nada se escapara, que cada recuerdo quedara grabado en mí para siempre. No sé cuanto tiempo estuve recopilando vivencias. María del Carmen había tenido la delicadeza de dejarme a solas y se hallaba atareada recogiendo en el fondo de la casa. Empezaron a salírseme las lágrimas. No quería que María del Carmen me sorprendiera llorando y me apresuré a poner las rosas ajadas en el búcaro de porcelana blanca, junto al cuadro de una Dulce María risueña, que recibía el Cervantes de manos del Rey de España. Las rosas eran un desastre, pero yo me recompuse como pude y me fui a la cocina en busca de María del Carmen. Apenas intercambiamos palabras mientras bebíamos el café. Recuerdo, eso sí, haberme lamentado por lo de la flores. -Debí desecharlas –dije. Lucen como yo: afligidas, y marchitas. María del Carmen se levantó para acompañarme hasta la puerta. Nunca he logrado explicarme el porqué de aquel pronto que me entró de volverme a la sala y darle un último vistazo. Nos quedamos sobrecogidas de estupor. Las rosas se habían erguido en el búcaro y estaban todas abiertas, envanecidas de su frescura inusitada. Ha pasado más de un lustro desde aquella tarde milagrosa. Muchos de los que visitan la isla y regresan luego a España, me vienen a contar historias de la casa de Dulce María Loynaz. “Si la ves, no la conoces, la han dejado guapísima, me dicen los españoles. Claro, fuimos nosotros quienes pusimos la pasta, jeje… ¡Nuevecita de paquete! exclaman los cubanos. Ahora es un centro cultural con todos los hierros. Su firma está grabada en la fachada en letras doradas. Tienen sirvienta y limpiadora, ¡te brindan hasta café! Sí como lo oyes: café, del bueno, todo el que tú quieras. Hay salas de conferencias, ordenadores. ¿No soportaba los ordenadores? ¿Se quejaba de qué no tenía bolígrafo? ¡No me digas, la pobre! Bueno pero no van a limitar el desarrollo porque Dulce María escribiera a mano. Si ya se sabe que era su casa, y que la tenían en ruinas y a ella arruinada también. Pero encapricharse en que dejaran a la estatua así mismo, sin cabeza… Sería su voluntad y todo eso pero la verdad es que la viejita era rara. Su vieras el jardín, es un sueño. ¿Te acuerdas cómo estaba aquello? Hasta la fuentecita tiene su chorrito de agua. ¿La cargaban por cubos? ¡Qué cosa! Hay que dejarse de resentimientos. Eso no conduce a nada. Te aseguro que si pudieras ir a Cuba, te quedabas encantada con la casa. Allí está ahora la Academia de la lengua… ¿Cómo que cual lengua? La nuestra, la cubana. ¿Ya estaba cuando Dulce María? ¡Ay! Mira tú, ahora me entero. A lo mejor no era la misma lengua y por eso no sabíamos nada. No son todos los que están ni están todos los que son. Qué hay de todo por acá, Algunos que no olvidan nada y otros que olvidan todo lo que no les convenga recordar. Tanto para los que: resentimientos aparte, somos buenos memoriones, como para los desmemoriados, verdaderos resentidos de nuestra memoria histórica, sugiero leer con detenimiento estas palabras de Dulce María Loynaz, extraídas de un discurso pronunciado en La Habana en El Día de las Artes y de las Letras un sábado 23 de marzo del año 52. Cualquier semejanza con la realidad actual, no es pura coincidencia. Nuestra tierra trajinada por las pasiones y sacudida periódicamente, constantemente casi, por los sismos de nuestra política convulsiva, rudimentaria, tumultuosa. Política que todo lo contamina y todo lo absorbe, chupándose los nobles jugos de la juventud, los últimos arrestos de la vejez, las más claras luces de los intelectuales y las mejores energías de tres generaciones de cubanos (…) La inteligencia del hombre será siempre su arma más preciosa y los que aspiran a gobernar al hombre lo saben muy bien(…)Naturalmente no atemperan ellos el mando a la cultura sino que quieren atemperar la cultura al mando y esto lo consideran vital, tan decisivo para sus intenciones, que han llegado a extender su acción coercitiva hasta el canto del poeta, el manual del pintor, al estilo de una sinfonía, pero ahí es donde quiebra su autoridad desorbitada, los regímenes que los hombres se inventan, imperan sobre los hombres, pero no sobre sus potestades intelectivas, sobre su indeclinable majestad anímica(…) Son los místicos, los artistas, los poetas, los que rebelan a los demás al sólo resplandor de una palabra, de un trazo, de una música, el mundo mágico que todos llevamos dentro. ¡Cuántos pudieron verse en una frase mejor que en un espejo y cuántos reconocieron en la expresión del sentimiento ajeno, la pena sin nombre, la dulzura escondida, el florecer del alma que eran suyos! (…) Porque el hombre es olvidadizo y necesita que alguien con la voz, con la piedra, con el corazón le prolongue su presencia más allá de la muerte.
Hoy, 27 de abril, en el décimo aniversario de su muerte, se me ocurre que el mejor homenaje que podemos dedicar a nuestra dama de las letras castellanas, es unirnos todos en este envió que a través de estas páginas habrá de llegar a ella donde quiera que esté: Por todo lo que se te dio y se te negó. Por todo lo que ganaste y perdiste. Por ser criatura de islas, fragante flor de esa Isla que quisiste te guardara la última bajo un poco de su arena soleada. Por todo lo que nos diste. Dios te salve y te guarde eternamente, Dulce María Loynaz.
Ana Cabrera Vivanco
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