El espíritu de Gladys seguirá recorriendo las calles de Centro Habana. Por Félix José Hernández.
Foto: Calle San José entre Aramburu y Soledad, Centro Habana, Cuba.
París, 19 de mayo de 2020.
Querida Ofelia:
Ayer me llamó Carlito mi primo desde New Jersey, me dio la triste noticia de que Gladys había sido llamada a La Casa del Señor.
Conociéndola bien, me imagino que Dios con su infinita misericordia le habrá perdonado todos sus pecados. Pero bueno, como tan bien dice la Santa Biblia: «el que esté libre de pecados que lance la primera piedra».
Gladys llegó de niña en compañía de su madre desde su lejano terruño villaclareño. Huérfana desde los 16 años, vivía en la bodeguita «La Fortuna» de su amante el chino José. Cuando llegó la Ofensiva Revolucionaria del 1968, le declaró a los «compañeros» interventores: «de aquí hay que sacarme muerta». Así ella ganó espacio, pues de vivir en la trastienda durmiendo en un catre y con una pequeña cocina de luz brillante colocada sobre una caja de madera como únicas riquezas materiales, pasó a ocupar los cuarenta metros cuadrados del local. Pero dejó cerrada la puerta de metal acanalada que cubría toda la fachada, con la puertita de metal abierta todo el día. La cerraba sólo de madrugada, cuando se acababan las fiestas casi cotidianas, acompañadas de guafarina, chispa’tren o en el mejor de los casos aguardiente Coronilla. Cada noche asistíamos desde mi casa, que estaba casi frente a la de ella a un desfile de individuos de look impresentable, es decir, de mataperros.
Allí hubo numerosas broncas, que se oían desde el local aledaño, que había sido un puesto de viandas y se había convertido en sala de reuniones del «glorioso» C.D.R. Cuando llovían las groserías y las botellas u otros objetos estallaban contra la puerta de metal, los «heroicos» compañeros: Arranz, Vázquez y Down, máximos líderes de la cuadra, no se atrevían ni a chistar, mientras que las sonrisas aparecían en los labios de los que asistíamos a la reunión obligatoriamente voluntaria.
Una noche, un «compañero» le llevó la policía. Gladys ni corta ni perezosa le gritó voz en cuello en plena acera frente al molote de vecinos: “mi familia es pobre pero decente, por algo mi madre se llamaba Pura. Lo que pasa es que a ti no te doy un chance, te mueres por probarme maldito lengüilarga y a mí… ¡El que me prueba me venera!”
El pobre amante chino falleció y para ahogar la tristeza, Gladys regresó a ejercer el más antiguo oficio de la historia de la humanidad. Se pintorreteaba y se iba al bar Las Catacumbas, cerca del parque de La Virgen del Camino. Un día me dijo: «las putas somos como los curas, sabemos escuchar a los pecadores».
Su hija Evita, que no evitaba los problemas. Fue alumna mía. Era una chica que se encarbonataba las axilas y se daba motazos de talco Bebito en el cuello y los senos achocolatados. Siempre llegaba a la escuela con uniforme impecablemente almidonado y planchado. Pero había que recordarle que tenía que abotonarse toda la blusa. Los piropos la acompañaban a su paso al bajar por la calle de Belascoaín, Su andar cadencioso era capaz de resucitar a un muerto a pesar de su adolescencia. Evita practicaba la santería y la satería al igual que su madre. Cuando un afrodescendiente la piropeaba le respondía: «tesoro, yo no quemo petróleo, pa’trá ni pa’cogé impulso».
Gladys parecía que al fin iba a calmarse después de pasar un año en Nuevo Amanecer. ¡Qué nombre tan dulce para una cárcel, como si esa fuera una guardería para bebés! Pero lo que quedaba de ella olía a pecado. Sus senos monumentales, firmes como tarros de toros se habían derrumbado. De mulata fabulosa se había convertido en una especie de perchero humano. Había salido seca de la cárcel de los «compañeros».
Una tarde se acercó a la gran reja de hierro forjado del comedor de mi hogar y le dijo a mi madre, que estaba sentada a la mesa haciendo flores de papel: «está bueno ya, sanseacabó, voy a dejar la putería. ¡Qué caray! Gústele a quien le guste y pésele a quien le pese, me voy a cerrar las piernas a cal y canto. No me puedo quejar de la vida que Dios me ha dado. Las mujeres que se quejan mucho se ponen viejas rápidamente. Me tengo que calmar. Dicen que tengo que encontrar a un marido fijo, aunque sea un pato bailarín o peluquero. ¿Usted cree que lo conseguiré?»
Mi madre trataba de dar buenos consejos a Gladys como lo hacía yo a Evita, sobre todo cuando durante los cuarenta y cinco días de Escuela en el Campo, Evita desarrollaba una gran atracción sobre los chicos de la escuela. Cuando yo llamaba la atención de Evita para que no fuera a cometer un acto irreparable debido a su inocencia, me parecía que sus oídos estaban vacíos. Nunca sabía si sus verdades eran reales o mentiras, pues mentía como respiraba, constantemente. Cuando alguien la ofendía y le decía algo a propósito de su madre, sus ojos gritaban y la bofetada caía implacablemente sobre el rostro de la o del que la había ofendido.
Gladys iba cada domingo a ver a su hija al campamento, siempre encontraba a algún padre que la llevara, pues era simpática y respetaba a los maridos de las vecinas. Para ella, ellos no podían tener ninguna relación sexual con ella. Gladys respetaba a las mujeres de la cuadra con las cuales se llevaba muy bien. Al llegar al campamento, después de besar a Evita, se iba al platanal con el cocinero «a pasear». Al anochecer, cuando la visita terminaba, se iba con dos o tres racimos de plátanos, regalo del cocinero. Siempre daba un racimo al que la había llevado en máquina. De ahí que nunca le fuera difícil conseguir a alguien; pues todos sabían que regresarían a casa con un racimo de plátanos gracias a la generosidad de Gladys. Toda la semana Gladys la pasaba comiendo: tostones, mariquitas, plátanos maduros fritos, puré de plátanos, plátanos salcochaos, fufú, etc. Y así engordó y recuperó el cuerpo, sobre todo sus senos se fueron levantando poco a poco como movidos por una fuerza telúrica.
Y… Gladys asentó cabeza, se casó con un ex actor, porque había que casarse algún día. Yo le regalé el “cake” y las cajas de cerveza Se vistió de blanco, con un traje de paradera de los que se alquilaban para las fiestas de quince años. Mi prima Mercedita le prestó un par de zapatos blancos de tacones aguja. El novio no era buen mozo, pero tenía un no sé qué atrayente a pesar de sus casi cincuenta años. Era una especie de bufón sin rey al que pintarle monerías. Su oficio había sido el de hacer reír a los tristes. Así Gladys pensó lograr la concretización de un sueño. Dejaría de soñar con ser una verdadera señora y dormiría en un verdadero lecho, no en su viejo catre o en las cómodas butacas del Cine Astral de Infanta y San José. Iba allí en las calurosas tardes de verano a dormir gracias al aire acondicionado. Como roncaba, siempre había un pesao que la despertaba, a pesar de estar en la última fila de la platea.
Decidió mirar la cartelera que aparecía en el Juventud Rebelde y de esa forma escogía los cines que tuvieran aire acondicionado y donde proyectaran películas checas o soviéticas, pues como el cine de seguro estaría vacío, podría dormir a pierna suelta.
Un día al regresar a su nuevo hogar en el Vedado, había dejado la ex «Fortuna» a Evita, escuchó a su esposo que decía: «si quieres seguir amándome tienes que jurarme que me quieres». Descubrió que el exactor era gay y que se había casado con ella para evitar seguir teniendo problemas con los machos inquisidores del régimen de los Castro. ¿Cómo era posible? ¡Ahora que ella se había reformado con aquel hombre, al que la naturaleza había dotado de algo para ella descomunal!
Recogió sus ropas, se puso los popis con unos calcetines rosados que le habían regalado por su matrimonio y regresó a «La Fortuna». Cuando la vi tan triste, le pregunté qué le había pasado y me dijo: «me pasó como a esta cabrona Habana con ese canal tan ancho, desde que nació la están violando por él, todo el mundo viene sólo a aprovecharse, a nadie le importa ni un carajo el daño que te hacen».
Como tenía fobia al silencio, pasaba todo el día con el radio a todo volumen. Cuando salía a la calle llevaba al hombro un gran radio Selena. Cada noche se sentaba sobre una caja de madera en la acera, con su radio al lado y así ofrecía “Nocturno” y “Oiga” a toda la cuadra aunque estuvieran los «heroicos compañeros del glorioso CDR» analizando el último material político bajado desde las instancias superiores.
Llegó el 1980 y el éxodo del Mariel. A Gladys fueron a buscarla. Sólo cuatro «compañeros» participaron en el mitin de repudio. ¡Qué se vaya la escoria! ¡Qué se vaya! Mis padres estaban observando el triste espectáculo desde la ventana, mientras yo lo veía desde la puerta. Con lágrimas en los ojos nos saludó desde el interior del jeep que partió a gran velocidad. El “compañero” Ramón Vázquez me miró y gritó: «aquí estamos esperando a que una escoria se trate de ir para darle una monda que se acordará de nosotros para toda la vida». No fue necesaria la monda, pues cuando el lugar donde uno vive se convierte en un nido de serpientes, es difícil soportar tanto veneno, hay que irse lo más lejos posible de él. Logré poner todo el Océano Atlántico entre ellos y mi pequeña familia, gracias a Dios.
Querida Gladys, te vi sólo una vez por casualidad un cuarto de siglo después, años. Estabas vendiendo frutas en un supermercado de la «Berguenlain» de Union City. Nuestras miradas se cruzaron, nos reconocimos y nos dimos un gran abrazo. Me dijiste que habías logrado sacar de Cuba a Evita y a tus dos nietas, pero que tu añoranza era muy grande. Ahora espero y deseo que estés junto a Dios y a aquel chino José, que fue en realidad el único hombre de tu vida.
Un gran abrazo desde El Viejo Mundo,
marcelo.valdes@wanadoo.fr
Nota bene: Esta crónica aparece en mi libro “Memorias de Exilio”. 370 páginas. Les Éditions du Net, 2019. ISBN: 978-2-312-06902-9. |