Tour por el Condado, zona con “vigilancia incrementada” Por Laura Rodríguez Fuentes Cubanet 21 de abril de 2020
En este barrio, como en toda comarca donde prolifera la venta “por la izquierda”, puedes encontrar cualquier producto desaparecido en las tiendas cubanas
VILLA CLARA, Cuba. – El Condado es un barrio de Santa Clara al que han tildado durante décadas de marginal y problemático. Las broncas, las puñaladas, los asesinatos o los robos, por alejados de esa zona, siempre han sido atribuidos a la gente que habita el lugar. El Condado fue, posiblemente, el primer asentamiento poblacional de negociantes ilegales, antes de que estuviera en boga el término de trabajador por cuenta propia. Este reparto periférico fue la cuna de José Luis Cortés (El Tosco), el dominio territorial de los santeros más temidos de la provincia, el imperio del mercado negro en los sufridos años noventa. En el Condado, como en toda comarca donde prolifera la venta “por la izquierda”, puedes encontrar cualquier producto desaparecido en las tiendas cubanas.
A las tres de la tarde atravesamos por la calle San Miguel en busca de suministros. San Miguel, Toscano, Amparo, Ciclón…son arterias conocidas por los santaclareños debido a su cierta precariedad o pobreza, pero próspera en actividades comerciales lícitas o no. Esta mañana, las autoridades habían decretado vigilancia incrementada en el Consejo Popular Condado Norte. Diez manzanas fueron rociadas al amanecer con agua clorada y sus pobladores obligados al aislamiento social para evitar el incremento de casos de Covid 19 en el área, una de las más afectadas de capital villaclareña.
En el Condado no se habla de otro tema. Hasta este miércoles 15 de abril habían sido detectados ocho casos positivos y 91 contactos que engrosan los 52 reportados en Santa Clara por el momento. Cerca de dos manzanas estuvieron cercadas por una cinta amarilla hasta entrada la tarde.
Según cifras oficiales, solamente en la zona sur de este barrio, conviven casi 20 mil habitantes establecidos allí a finales de los ochenta y que vinieron, sobre todo, de municipios aledaños como Manicaragua y la zona rural de Mataguá. Por muchos años, fue el “llega y pon” más conocido y temido de la ciudad.
Las zanjas de aguas albañales son comunes en las calles del Condado. Hay mansiones de dos pisos y covachas a punto de desmoronarse donde sobreviven seis o siete personas, familiares o no. Un viejo que vende huevos con regularidad explica que ya se le acabaron y que la cosa se puso mala después de que la policía confiscara en estos días algunos productos para limpiar la zona. En secreto, nos envía a un punto cercano.
—Van a ser 130 pesos y no acepto divisa
La mujer no abre totalmente la puerta. Solo logramos verle los ojos y una barriga protuberante que no le avergüenza mostrar. Asentimos, con la certeza de que no encontraremos ese precio en otro lugar. En menos de cinco minutos regresa con una jaba llena de huevos envueltos cuidadosamente en papel periódico.
—Son 131, por la jaba—espeta, y le dejamos 135—Si les preguntan por la calle, inventen algo, pero no me embarquen.
Ya son las cuatro de la tarde y vamos a visitar un amigo dedicado a la santería desde hace décadas que tiene algunas dolencias, ninguna aparejada al coronavirus. “Ayer vinieron los inspectores y le pusieron dos mil pesos de multa al que vendía carne de puerco. Dicen que no estaba respetando los precios topados. Oye, era un abuso, la libra a 60, eso no había quien lo aguantara. Lo que pasa es que a ese se la traen carísima”.
El santero, hijo de Oggún, también nos cuenta como algunas tiendas religiosas debieron cerrar por disposición del gobierno provincial. “Ahora dicen que está prohibida la venta de artículos religiosos, como si ahí se aglomerara la gente. Muchas personas viven de eso. Y si yo quiero encenderles una vela a mis santos, y si se me va la corriente, vaya. La fe es lo único que nos queda, también nos la van a quitar”.
Él mismo, mañoso y conocedor de los vericuetos de su barrio, pide discreción con su nombre, porque no ha dejado de vender hierbas que se emplean regularmente en ceremonias de la Osha. Se queja, no obstante, de que no encuentra transporte para llegar hasta el hospital provincial a hacerse los chequeos que su próstata necesita desde que anularan a los taxistas particulares.
En el Condado, vigilado por la policía y a expensas de convertirse en centro pandémico, la gente no se esconde para jugar dominó y beber alcohol. La sombra o la oscuridad de los matorrales en dicha periferia sirve de refugio para mercaderes, vagos o “parias”, acusados de peligrosidad por no encontrarse vinculados con la actividad estatal.
Dionisio “El Largo” Herrera fue problemático alguna vez, pero ya no quiere acordarse de aquellos años. A pesar de que la policía suele rondar la zona, sigue vendiendo en medio de la calle, porque no tiene otra forma de subsistir. Tiene el nasobuco jaspeado, se lo toca con las manos impregnadas en la tierra de las zanahorias y las coles chinas que acomoda en su carretilla. Nos advierte que, en algún momento, el Condado no fue condescendiente con los blancos que se instalaron en la zona.
“Antes, el Condado era un lugar de guapos, pero eso es fama nada más”, dice. “En los noventa, la gente se empezó a dedicar al negocio, pero se nos quedó el cartelito de marginales. Aquí nadie se ha escondido nunca para vender las cosas. La policía siempre se ha hecho de la vista gorda. Este barrio se respeta. ¡Agua! Esa siempre ha sido nuestra frase cuando viene la iyawó de la felpa azul, la patrulla, por si no me entiendes”.
Escrito con tiza sobre un zinc oxidado, en una de las calles céntricas del Condado, se lee un cartel gigante que ofrece “una batería de santos completa. Preguntar por animales”. En varias casas humildes que estrechan un camino sin pavimentar hay colgaderas con paquetes vacíos de café “de la bodega” y tubos de pasta dental. En el Condado solamente hay que preguntar para poder adquirir lo que se busca. Se asemeja a una zona franca e intocable.
“Lo que quieras te lo llevamos a la casa”, nos dice una vendedora de la candonga que optó por servicio a domicilio para poder salir de toda la mercancía que le habían traído de Guyana y porque asegura que tiene dotes para el negocio. “Puede que los frijoles me entren mañana”, agrega, pero advierte que no puede ser en grandes cantidades, porque su distribuidor debe moverse en bicicleta para no levantar sospechas. A pesar de las restricciones para la venta normada de los productos en las tiendas, aún subsiste un mercado ilegal que, si bien es perseguido, constituye el respiradero del pueblo para soportar las reiteradas ausencias del mercado estatal.
Una patrulla recorre las calles del Condado que se vale de un altavoz y que repite la grabación con advertencias severas para evitar el contagio. “Hay que mantener la calma y la disciplina”, se escucha. Desde el pórtico de las casas, los vecinos quedan petrificados hasta que el carro se aleja. Un hombre sin camisa ni nasobuco le hace una seña a otro que vive en la esquina de su cuadra y que, ostensiblemente, quiere esconder algún producto de la policía. “Debe ser carne o cerveza”, delibera en voz alta el dueño de la vivienda donde nos hemos detenido a comprar unos plátanos.
“No te dejes engañar, que aquí el que sabe no se deja coger. No se van a dejar coger”, repite con cierta sabiduría Deisy Vidal, una señora ya cincuentona que vende ñames traídos de Camajuaní, y que trata de meterlos por los ojos a sus clientes esa tarde porque necesita “liquidar mercancía”. “La cosa ahora es no contagiarse. Esto no es de ahora, el Condado ha estado vigilado desde hace mucho tiempo”.
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