Anatomía de un Mito, creación de Pedro Corzo. Entrevista de Emiliano Pérez Castellanos a José Vilasuso Rivero. (Segunda Parte)
A Zoé Valdés ganadora del premio Jaén de novela 2019. El paredón no se debe olvidar, para que no se repita, Elizardo Sánchez Santacruz.
(2da. Parte).
- 1- Bueno, profe. Regresemos con el teniente Castaño. ¿Cómo aconteció la ejecución?
Una vez sentenciado el reo, el juicio entre comillas, se llevó a cabo a primera hora de la noche. Obligado a la mayor brevedad dada la premura en pasar la página en caso controversial y discutible altamente. Se carecía de pruebas, sólo se basaba en acusaciones, y conjeturas inadmisibles en derecho; en aquel momento toda causa para aplicar pena capital demandaba derramamiento de sangre; ausente en ésta por tanto descartada aquélla. Por descontado el letrado defensor cuya participación no se recuerda, ni siquiera su nombre. En resumen la decisión descansaba en el discurso de cierre en boca del Che, inconexo con códigos primigenios y elementales desde tiempos de Justiniano, y Gallo…. Pero aun más unilateral dado que transgredía con mayor vigor aquellas directrices implantadas por el propio Comandante Ernesto Guevara de la Serna. A dicho tenor, se confeccionó la sentencia condenatoria a pena máxima. Acorde al ritual se daría lugar a la apelación de sentencia, trámite que normalmente comenzaría después de media noche. Sin su abandono, Guevara una vez declarada la culpabilidad del reo se retiró de la sala (Club de Oficiales) ausentándose de la fortaleza. Esto debió ocurrir a temprana hora en comparación con horarios regulares observados en los meses iniciales.
- 2- ¿No se quedó hasta esperar la apelación?
No era necesario, Emiliano. Recuerde que el Presidente del Tribunal de Apelación era el comandante del Ejército Rebelde doctor Ernesto Guevara de la Serna. Además, curiosamente el proceso de Apelación se tramitaba de oficio, es decir que constaba adjunto a la sentencia, e invariablemente confirmando ésta. Luego su presidente no tenía motivo alguno para permanecer en el tribunal. A lo que debo agregar que las sentencias del tribunal de apelación habían sido decididas desde el mes de enero, previas a las vistas, cuando los miembros del tribunal presididos por el comandante Guevara se reunían a diario en largas e intrincadas sesiones deliberativas. Fue en esta etapa hoy ignorada que, se decidió la suerte de la gran mayoría de aquellos sentenciados. Desde otra perspectiva, tenga en cuenta que todo acusado proveniente de La Galera de la Muerte llegaba a juicio previamente sentenciado. La Galera de la Muerte constituía la garantía formal de que aquellos acusados conforme a derecho, esbirros en argot revolucionario, ya tenían asegurado su pasaje al cielo, destino sublime debidamente expuesto al mundo en la presencia de honestos y sufridos sacerdotes franciscanos, cuya página escrita hasta hoy no ha tenido el honor del reconocimiento público por sus hermanos de hábito. En ausencia del Che, Miguel Duque Estrada, capitán auditor, sería el oficial de guardia durante la noche. Duque Estrada viene precipitadamente a La Galera en busca del padre Xavier Arzuaga Lasagabáster al instante sumido en profundas meditaciones. Pater, me tiene que acompañar. Vamos a ver a Fidel inmediatamente para notificarle lo sucedido y que se revise la sentencia, es de buena tinta; no tenemos un minuto que perder. Arzuaga desconfía, observa. Decide, espérate Miguel, voy a decírselo al Teniente y regreso, no dilato eh, echa el carro andar. En breve montan, arranca el jeep a toda velocidad, atravesando el túnel de La Habana y en plena noche en carrera por la ciudad en dirección al Retiro Azucarero donde Fidel preside un acto tumultuario típico de los primeros meses revolucionarios: pletórico de ovaciones, consignas altisonantes, repetitivas; pancartas, emblemas, altoparlantes al máximo de sonoridad, exaltaciones colectivas, hurrras, vivas y mueras por todo lo alto y todo lo bajo. Los dos uniformados en distinta coloratura (verde olivo y carmelita) distinguen la figura emblemática, colosal, inmensa, en lo alto de la tribuna. Fidel rodeado de micrófonos y luces, coreado de aplausos, histrionismos al desborde, jaculatorias (oración breve y llena de fervor) revolucionarias de estreno lanzadas a coro, entusiasmo escapado por los poros y flatulencias sin excesiva fetidez. Fidel en persona, Fidel con su uniforme verde olivo reluciente, gorra ligeramente hacia la nuca, barba rojiza que sube y se vuelve a uno y otro lado conforme Fidel eleva la cabeza, la baja, vuelve a subirla y dirige a otro lado y a uno anterior. Fidel se regodea en una noche estelar de su carrera como gran orador, orador de multitudes, es una noche singular, única en que sus dotes expresivas extraordinarias, superiores a Cicerón, Demóstenes, Catilina o Marco Antonio se manifiestan a una en una dimensión desconocida dada su elocuencia, remaches y prolongación. La grande, histórica pieza oratoria de Fidel se extiende de una forma generosa, gratificante, amplia, atiborrante, no parece tener fin. A su vez a intervalos periódicos Fidel hace un paréntesis, voltea su rostro barbado, a derecha e izquierda y viceversa como revisando a conciencia para confirmar la anuencia de la animada concurrencia que, al paro solemne de su discurso: alzan a coro las voces pronunciando a viva voz, Fidel, Fidel, Fidel y al ritmo de un único aplauso plástico y palmeteado; otra vez Fidel, Fidel, Fidel palmeteado aplauso y plástico a coro rugiente, a coro vibrante, siguen aplausos y coros, coros y aplausos. Por fin Fidel ha hecho un alto en su incomparable derroche verbal. Su magnetismo privilegiado como mira de víbora escogiendo sus víctimas, se pasea en derredor hasta localizar a la pareja de extraños visitantes quienes a una seña leve, de autoridad, se le acercan discretamente, miradas bajas, Duque Estrada delante, Arzuaga detrás y de inmediato queda rezagado. Fidel sin desviar la vista permanece en su éxtasis, impertérrito al discurso que cualquiera de sus admiradores, subalternos, guatacas o que se hacen, puede vertebrar en su magna presencia. Este discurso tiene reglas que deben observarse de manera estricta. A saber, no puede tratarse de monsergas caritativas, peticiones de clemencia, ni melodramas emocionales; nada de llantos feminoides ni sonsonetes envejecientes. Debe tratarse de asuntos revolucionarios, conforme a la estrategia que la revolución desarrolle en esos momentos para lograr la derrota del enemigo contrarrevolucionario. Duque Estrada se pronuncia escueto, preciso, gesto concentrado, apenas mueve la cabeza, gorra bajo el sobaco, (señal de respeto) y haciendo énfasis en la conveniencia revolucionaria de tomar en consideración sus dichos. Fidel en ningún instante ha bajado la vista dirigiéndose a Miguel Duque Estrada. Cuando considera que éste ha hablado lo suficiente, extiende su mano derecha gesto sapiencial, como aplacando excesos verbales. “Ya, ya, está bien.” Fidel acaba de hablar, ha dicho que está bien. Todo está bien. Cuando Fidel habla todo está bien. Duque Estrada ha escuchado, se retira sin dar la espalda, cabeza baja, actitud modesta, sencilla; se une a Arzuaga que lo espera más abajo y juntos se abren paso en retaguardia, siempre genuflexos, con las rodillas o con el alma; alejándose lentamente de la tribuna. Luego, en plena calle, a sus espaldas, los ecos atronadores del discurso de Fidel redundan, repercuten, vibran, entrechocan y extremecen paredes, techo, suelo, interiores y exteriores del gran edificio del Retiro Azucarero. Nuevamente montados en el jeep. Duque Estrada al timón para La Cabaña a proseguir las faenas propias de madrugada en el castillo hasta el amanecer. Arzuaga para el convento de San Francisco sito en la Habana Vieja, donde le espera su no muy mullido catre para acogerlo en merecido sueño que no será propio de una noche de verano. Arzuaga se duerme pronto luego de abreviar sus oraciones de rigor. ¡Carajo, pero no lo dejan un rato en paz! en brazos de Morfeo. ¡A levantarse! Antes de una hora cabeza sobre almohada, se desata el gran escándalo extendido por Aguiar, Teniente Rey, Amargura, Cuba, calles aledañas al convento; la gente en la calle, asomadas a los balcones, asombradas, no pocos protestando porque no los dejan dormir en paz, boquiabiertos. A la puerta de San Francisco se ha parqueado el jeep y se desborda el claxon de manera estridente, impropia de la hora, fuera de costumbre. Golpazos en la puerta como si la quisieran tumbar. Arzuaga nuevamente en pie, ni tiempo para ajustarse mejor el hábito que no hace, pero distingue al monje. ¡Vamos para La Cabaña! pater. Nos están esperando. Es la voz de Miguel Duque Estrada, voz atenorada, clarísima, característica de abogados y políticos chanchulleros. Montan, el acelerador ha permanecido encendido. Duque Estrada al volante, aprieta el pie, mejor dicho la bota derecha, arranca el vehículo en estrepitosa carrera por las empedradas vías del reducto más antiguo de la capital, en cada esquina, bocacalle el claxon insistente, hay que prevenir un choque, arrollar a un desgraciado, a esas horas ¡qué horror! con lo feo que se pesquisa el panorama, Duque Estrada no vacila, no puede parar la carrera; diestro al timón corta camino por las arterias directo al túnel de La Habana, atraviesan el túnel, al pie del castillo; cruzan las postas una a una, sin identificarse. Los centinelas los reconocen, no hace mucho Duque Estrada en salida acaba de atravesar las postas, y al regreso no es necesario identificarse. Llegan, apearse, pie en tierra, por fin Arzuaga habla; pero qué pasa Miguel, no entiendo nada, sus manos ligeramente abiertas, como si rezara el Padrenuestro, a la espera de aclaraciones……. Nada Pater, lo no previsto, que van a fusilar al Teniente, y tenemos que estar aquí para eso hemos venido. Eso es todo. Pero Miguel, si fuimos a ver a Fidel. Xavier Arzuaga Lasagabáster está confuso, vacila, pide explicaciones sobre lo que no puede entender, ni atar cabos. El Capitán hace un alto en sus urgencias, lo mira como falsamente extrañado, sin soltar su providencial humor negro. Conteniendo en solfa la respiración ¡Ay pater, no se asombre! ¿Usted todavía no se ha dado cuenta de lo que es todo esto? Arzuaga inexpresivo trata de asimilar, tal vez rezonga, o traga en seco, quiere coordinar lo mejor posible lo escuchado, lo presenciado, lo que suceda. Duque Estrada, exagerando ligeramente la nota. ¡Pater, mire, aquí; o te haces o te vuelven loco!
Arzuaga insiste, pero Miguel si Fidel nos dijo que estaba bien. ¡Pater, Fidel ni se enteró para que estábamos allí! ¿Usted no lo conoce? ¡Ay Pater!... mire, cuando terminó el acto. Fidel preguntó que, quiénes éramos y para qué habíamos venido allí. Nadie sabía nada, sin explicaciones. Entonces me llamaron por teléfono a La Cabaña, para peguntarme de qué se había tratado la visita. Yo comencé a explicarles en breve, Fidel arrebató el bejuco y me preguntó qué había dicho El Che. Le dije que lo había condenado, entonces me ordenó, que lo fusilen ahora mismo.
Se dirigen al foso. Las luces de los faroles alumbran profusamente la vastedad del sitio destinado a las ejecuciones; especie de soterrado cual paralelogramo diseñado geométricamente a no menos quince pies de profundidad. Hacia la cabecera se sitúa el poste, alcanzará la altura del pecho de un hombre corriente. A un extremo, por el flanco derecho: se pasea despacio, concentrado, manos a la espalda, vista fija al piso el Teniente José Castaño Quevedo. Arzuaga bajando sonoramente las escaleras, sus sandalias retumban sobre los tablones atrayendo la atención del Teniente, quien se vuelve mirada fija en el ensotanado. Padre, lo esperaba. Teniente, yoooooo. Arzuaga duda, demuestra inseguridad, pena, hay sufrimiento en su rostro… Castaño va asumiendo el liderato del instante crucial. Sí, padre, en su gesto lleva la interrogante, lo escucho. Teniente, yo hice lo que me dijeron, no sabía... perdone usted. Padre, no se preocupe, le dijeron cualquier cosa. Yo los conozco. Los conozco muy bien. Deje eso, no me importa. Pero mire, quiero saber, ¿es allí donde fusilan? señala al poste, varios metros los separan. Arzuaga mudo, pero no sordo, asiente con incontenible gravedad. Entonces, vamos para allá, hemos esperado demasiado. Caminan a buen paso, Castaño dueño por completo de la situación. Padre, quiero pedirle un gran favor, no sé si estará en sus manos concedérmelo. Usted decidirá. Arzuaga escucha inexpresivo. Padre voy a morir, me queda muy poco tiempo. Usted sabe cómo pienso, hemos discutido mucho. Castaño era uno de los escasos presos que nunca concurrió a las numerosas misiones, pláticas religiosas, rituales celebrados en La Cabaña durante los meses bajo el mando de Guevara. La voz del Teniente sugiere una petición sentida y bien reflexionada. Hombre seguro de sí mismo a la espera de una respuesta impredecible. Arzuaga sigue escuchando pasivo. Padre, quiero que me preste un pedacito de su fe para ir con ella al lugar a dónde ahora me dirijo. Arzuaga impactado, se le oprime el corazón: abre los ojos, un paso atrás, vuelve rostro, medio cuerpo: y en remolino de dedos y manos, como quien se despoja de la ropa sucia, alarga ambas aspaventosamente hacia el Teniente. Toma, José, te la entrego toda, es tuya, llévatela contigo. Se abrazan con irrompible emoción. Arzuaga no desea que el Teniente note que llora. Llora pero no se sabe si llora de tristeza, o de alegría. A su espalda se detectan temblores nerviosos. Temblores sostenidos, vibrantes, sollozantes que seguramente revelan ambas cosas, hay momentos en que dolor y alegría se mezclan para expresar lo mejor del alma. La complejidad del ser humano. Se separan y vuelven abrazarse fuertemente. Luego, sin soltarse las manos Padre, quiero escuchar una oración de las muchas que usted sabe, una de las buenas, buenas. Quiero escucharla para seguirla y rezarla con usted. Arzuaga ya no aparece en su cuerpo. Se ha diluido en la fe compartida. Rezan…………. más Líbranos de mal, amén. Ahora el sacerdote toma posesión cabal del instante, ha entrado de lleno en sus funciones ceremoniales, las de cada noche, junto a cada reo (cincuenta y cinco) que le tocó acompañar hasta sus últimos minutos de permanencia terrestre. Xavier alza el crucifijo rebrillando doblemente a la luz de los faroles; parece una escena transportada desde otra dimensión de la vida. Como si las luces provenientes de otro planeta bajaran para realzar la ceremonia terrestre que no se debe olvidar, para que no se repita. Al fondo se mueven los integrantes del piquete, van colocándose en formación de combate, discretamente, evitan ruidos innecesarios. No los mire: ordena Arzuaga en plenitud de su mando. Ellos lo escuchan también, se adivinan los efectos de directrices y costumbres esperadas, repetidas, y que muestran su razón de ser. Cada miembro del piquete lleva una misión a cumplir en la ceremonia, la propia, la conoce y será gratificada por la revolución. La revolución recompensa generosamente a cada joven empuñando el fusil Garand que forma piquetes ascendiéndolo a rango de combatiente y la suma de quince pesos moneda oficial. (peso cubano todavía al momento al par del dólar) por cada ejecución. Oficiales al mando, y tiro de gracia veinticinco pesos. Castaño permanece firme. Nunca pierde el control. Levanta la vista y sus ojos se clavan en El Crucifijo. Sostiene una expresividad contagiosa, de fe auténtica emanación de un carácter entero que se desborda hacia Jesús.
Continuará....
Click aquí para que lea la Primera Parte.
poetamedioloco@yahoo.com
|