Giordano Bruno, el filósofo olvidado. Por el Dr. Alberto Roteta Dorado.
A propósito del aniversario 418 de su quema en la hoguera.
Giordano Bruno
Santa Cruz de Tenerife. España.- Ya muy pocos lo recuerdan. Tal vez cualquier político, deportista, artista o escritor sea mucho más evocado en el día de su muerte que el noble monje italiano que fuera quemado en la hoguera según las disposiciones de la Iglesia Católica en una época que lamentablemente sufrió los embates de la rectitud e incomprensión de su inquisición; algo de lo que no se podrán apartar jamás aunque pasen los siglos y algunos pretendan sepultar el daño hecho mediante el perdón, el arrepentimiento y una posible “apertura” que muchas veces no deja de ser un simple cumplido.
La iglesia sabe perfectamente bien – aunque predica concepciones diferentes por puros convencionalismos, y lo peor, por conveniencias– que el arrepentimiento y el perdón no son suficientes para quedar impunes ante una terrible matanza, de la que solo tenemos una visión parcializada, llegando hasta nuestros días la referencia de aquellos que tuvieron cierta notoriedad como para figurar en biografías, compilaciones, selecciones o pequeñas citas de lo que otros dijeron o pretendieron decir, y que tan solo son un ápice del gran iceberg que provocó la mal llamada santa inquisición.
Hay una ley que de manera sabia –como ley al fin– trata de poner en orden y quietud todo lo que se desajusta como consecuencia de los actos de los hombres, ya sean cometidos para bien o para mal; pero siempre y de manera inequívoca sitúa cada cosa en su justo lugar.
Es en virtud de dicha ley que aquel que fue sentenciado injustamente por pensar de una manera diferente y poco usual en su tiempo – con lo que se adelantaba a sus contemporáneos–, más allá de las rígidas normas establecidas por quienes lo juzgaron, pasó a estados de conciencia inusitados y se halla en la cúspide de una bien ganada gloria como no lo podrán estar jamás aquellos que no lo comprendieron, que no se apiadaron de él, y que lo exterminaron del mundo terrenal, lo que fuera uno de los actos más terribles de la historia.
Giordano Bruno (1549-1600), ha sido un personaje que no solo ha sido injustamente quemado por la inquisición por herejía, sino que no se le ha prestado la debida atención dentro del estudio del pensamiento filosófico y científico. Las breves referencias a su enseñanza y la brevedad con que se le presenta en los tratados de filosofía y los grandes diccionarios enciclopédicos especializados en las ciencias humanísticas así lo demuestran.
Al parecer no fue suficiente que el humilde monje italiano se cuestionara acerca de la existencia de vida en otros mundos – algo a lo que la ciencia de estos tiempos le presta una marcada atención y se llevan a cabo múltiples investigaciones en las que se invierten millonarias cifras de dinero–, o que no retuviera para sí, sino que lo diera a conocer al mundo, sus conceptos respecto a un universo infinito, carente de límites en la plenitud de un eónico espacio aun por descubrir en la mayor parte de su extensión: “el mundo es eterno” (…) “hay infinitos mundos que Dios crea continuamente, porque puede hacer cuanto quiere”, con lo que trascendió además las concepciones estáticas referentes al cosmos para dejarnos como legado la idea de una constante renovación de todo lo existente y de un dinamismo universal más allá de nuestra comprensión.
Según Bruno el mundo es infinito, porque su causa, esto es, la mente sobre las cosas, es infinita y también es infinita la vida, porque nada perece. El mundo vive porque Dios está en todo el universo y en cada una de sus partes, esto es, la mente en cada cosa. Algo que amplía en esta contundente declaración que demuestra su genialidad y que la mística rusa Helena Blavatsky cita en su obra Isis sin Velo:
“Creo que el universo es infinito como obra del divino é infinito poder, porque hubiera sido indigno de la omnipotencia y de la bondad de Dios crear un solo mundo finito pudiendo crear, además de este mundo, infinitos otros. Por lo tanto, declaro que hay infinitos mundos parecidos al nuestro, el cual, de acuerdo con el sentir de Pitágoras, creo que es una estrella de naturaleza análoga a la luna, a los otros planetas y demás astros, cuyo número es infinito, y que todos estos cuerpos celestes son mundos innumerables que constituyen el universo infinito en el espacio infinito, y esto es lo que llamo universo infinito con innumerables mundos; y así tenemos dos linajes de grandeza infinita en el universo y una multitud de mundos”.
O quizás sus conceptos sobre los cuerpos que se agitan en el espacio no se tangan en cuenta actualmente por resultar demasiado evidente la existencia de una multitud de centros evolutivos, a los que se les ha ubicado en sistemas solares, galaxias, universos, etc., con lo que también se contribuye a esa desestimación sobre su figura toda vez que se le analiza descontextualizado de su tiempo.
Tal vez nuestros hombres de ciencia, independientemente de sus grandes méritos, no se han detenido en algo que ya para ellos resulta muy patente; pero en los tiempos de Bruno – a pesar del impulso que en lo científico, lo artístico, y lo académico ofrecía el Renacimiento– era una osadía cuestionarse lo que ya estaba establecido como ley inmutable y dictaminada por la Iglesia Católica, institución que hoy contribuye al conocimiento científico a partir de sus centros referenciales de investigaciones cosmológicas; pero en el pasado se opuso al avance científico y frenó la especulación filosófica.
Con marcada influencia de Platón, pero sobre todo de Pitágoras – Bruno declaraba explícitamente su conformidad con las doctrinas pitagóricas–, fue capaz de aplicar los misterios de los números a la vida humana: “no hay muerte, pero tampoco permanencia de las individualidades numéricas”; como también se refirió a la idea de la eternidad de todo lo existente: “sólo permanece la sustancia única (la materia - alma universal) mutándose en nuevas individualidades”.
Pero donde resulta más notorio su poder especulativo que lo sitúan junto a las más representativas figuras de la filosofía de todos los tiempos – a pesar de que no se le tiene en cuenta como se debe– es en la idea de Dios, al que, según Bruno, hay que buscarlo en la naturaleza y no fuera de ella: “porque siendo la creación proporcional al poder del creador, el universo ha de ser tan infinito y eterno como el creador, y cada forma engendra de su propia esencia otra forma”, algo que más tarde asumió Spinoza como eje de su doctrina.
Giordano Bruno retomó el olvidado concepto de Mónada – del griego monás que significa unidad– que había esbozado magistralmente Pitágoras en relación con sus teorías numéricas y geométricas acerca de Dios y el universo y le ofrece una dimensión colosal al afirmar de manera categórica que Dios es la Mónada de las mónadas, la entidad de todas las cosas existentes tanto manifestadas como no manifestadas, la gran sustancia de todas las sustancias, o como nos expresó en su obra De Inmenso: “Mientras que el aspecto de las cosas es dudoso, Él es más íntimo a todas que puedan serlo ellas mismas, principio vivo del ser, fuente de todas las formas, Espíritu, Dios, Ser, Uno, Verdad, Destino, Verbo, Orden”.
Pero al parecer estas concepciones van quedando solo como simples aspectos referenciales que se mencionan con rapidez extrema en las clases de Historia de la Filosofía, cuyos estudiantes inmersos en un mundo de rapidez extrema, de consumismo excesivo y, aunque parezca paradójico, de total incomunicación luego lo olvidan; y lo peor, se omite demasiado al autor de dichos conceptos como si no bastara que defendiera la idea del movimiento de la tierra sobre sí misma “para renovarse”, o que en el Universo convergen todas las posibles hipóstasis: Dios, alma del mundo, inteligencia, materia.
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