DIECISIETE DE ABRIL DE 1961. Recuerdos personales dedicados a mi hija María del Rosario Castañeda. Por Hugo J. Byrne. Abril 9, 2016, 12:34 pm
Supuestamente no debe ser fácil recordar con exactitud las circunstancias que nos rodeaban hace 55 años y aún menos las impresiones que esas circunstancias pudieran dejar grabadas en la conciencia. En mi caso sin embargo, esa fecha representó uno de los momentos culminantes en un período de profundo y trágico cambio para mi patria, mi familia y mi vida.
Recuerdo haber ido a mi silla detrás del mostrador de la que fuera la oficina de ventas de Maderera Antonio Pérez S. A. en la Calle Fábrica de Luyanó, como todos los días desde que me emplearan allí en el invierno de 1957. La Maderera fue una de las más de trescientas industrias mayores de Cuba que fueran confiscadas a sus legítimos propietarios sin compensación alguna, a principios de octubre del año anterior.
El viernes 15 de abril estábamos velando a mi padre, fallecido en la víspera. Los bombazos en la rebautizada “Ciudad Libertad” sorprendieron al nutrido grupo reunido en la Funeraria Caballero del Vedado. En la tarde, llevamos los restos de mi padre en caravana mortuoria desde la funeraria hasta el Cementerio de San Carlos de Matanzas. En medio de nuestra pérdida y ocupado con los funerales, todas mis otras actividades habían cesado de súbito. Entre ellas estaba mi modesta contribución a derrocar la mafia castrista.
El departamento de ventas era una entidad inservible desde el mismo día del robo de la empresa. La función casi única de los antiguos vendedores en ese momento consistía en tratar de cobrar cuentas viejas a otros negocios, la mayoría de los cuales también había sido confiscada. En suma, para la sociedad marxista que se nos imponía éramos la clásica quinta rueda del carro. Eliminada nuestra función, esperábamos la inminente cesantía.
Peor aún que el esperado despido era la amenaza de que nos enviaran para otra parte a realizar labores que en nada se relacionaban con la venta de materiales de construcción. Además podía tratarse de alguna actividad moralmente inaceptable, pero la que podían imponernos sin excusa.
Conmigo fracasaron. Me negué de plano, rechazando tanto la presión como las amenazas veladas. Para mi sorpresa no sufrí castigo inmediato y ni siquiera admitieron mi renuncia. Quizás creían que, como tantos otros, terminaría aceptando.
Probablemente me adelanté a la revancha largándome sin previo aviso, lo que ocurrió a principios de septiembre: esa fue mi única victoria en un período de muchas tragedias personales. Describí los detalles de ese incidente en otro artículo hace varios años.
Cinco meses y medio antes de mí partida al exilio no tenía el más mínimo temor al futuro: Castro y su pandilla serían aplastados por la insurrección cubana con la ayuda del poderío militar y económico de Washington. El interés nacional de Estados Unidos se daba de narices con la existencia de un estado totalitario, enemigo mortal de las instituciones libres de América, decididamente pro soviético y a escasas noventa millas de sus costas. Esa convicción ingenua hoy conocida merecidamente como “el mito de las noventa millas”, tenía sin embargo un origen lógico, ampliamente justificado durante la misma década. Aún lo tiene.
No entendíamos, e increíblemente muchos de nosotros no entendemos todavía, cómo es que el gobierno en Washington nunca contempló seriamente el peligro castrista excepto por un momento histórico brevísimo en octubre de 1962, cuando éste se hizo singularmente crítico. La realidad nunca apreciada por muchos desterrados, es que los gobiernos de Washington nunca han sido aliados nuestros. ¿Por qué razón habrían de serlo? Olvidábamos que los poderes temporales nunca tienen amigos, sólo intereses.
En la práctica y ahora oficialmente, Washington ha sido y continúa siendo un aliado del Régimen y en consecuencia un enemigo mortal de nuestra causa. Eso incluye las administraciones de Kennedy, Johnson, Carter, Clinton y, por supuesto, Obama, desde mucho antes del 17 de diciembre del 2014. Incluso Reagan, quien ha sido virtualmente canonizado por muchos desterrados, envió sin éxito en 1981 al ex Funcionario de inteligencia y Vicealmirante retirado Vernon Walters en categoría de Embajador Plenipotenciario, para negociar en La Habana las diferencias entre Washington y el Régimen. Walters fracasó, pero sólo por la intransigencia de Castro. El interés de los cubanos no estaba representado allí. Hablaron, según el Embajador, por seis horas: cinco Castro y Walters una.
Durante su mandato en la administración Reagan, el Vicepresidente Bush, quien más tarde fuera electo presidente, anunció en conferencia de prensa de Miami la firme oposición de su gobierno a que los cubanos del destierro se armaran para derrocar al castrismo. Parte de la adversa realidad es que siempre hemos sido sólo una generación de cubanos con decidida vocación de libertad que envejecemos y desaparecemos poco a poco: el destierro está pasando a la historia.
Armado del inocente entusiasmo de la juventud, pero preocupado ante la falta de noticias e instrucciones de mis contactos “subversivos”, abandoné la oficina a media mañana del 17. No había nada que hacer. Me acompañaban dos antiguos vendedores; Salvador Cuervo, a quien conocía de la Escuela de Arquitectura y Jorge Valladares. Nos bajamos del automóvil en una bodega cercana. En la oficina ya tenían una lista de empleados para hacer guardia “defendiendo nuestra propiedad colectiva de las zarpas del invasor imperialista”. La guardia era continua, siete días por semana. Mi nombre aparecía para el turno de la noche del próximo día.
Momentos antes al salir de las oficinas nos encontramos con uno de los operarios que calculaban el volumen de la madera en pies cúbicos. Era un antiguo boxeador profesional quien había servido como “sparring-partner” del heavy weight “Niño Valdés”. Todos lo conocían por su apellido, el que no recuerdo. Parecía de buen talante y era tranquilo y cordial. Al cruzarse con nosotros notamos que estaba uniformado con la camisa azul y los pantalones verdes de las “Milicias Revolucionarias” y que llevaba un rifle semiautomático FAL. Además del arma traía un cartucho de papel crudo en la otra mano: “Esperen un momento compañeros, que quiero enseñarles lo que tengo aquí”. Dentro de la bolsa había una muda de ropa y un par de zapatos. Sabía que tanto Valladares como yo éramos intensamente desafectos. “Si vienen los americanos”, nos dijo en voz baja: “guardo las botas porque están buenas y sirven para el trabajo. Todo el resto es basura y va para el desperdicio. El rifle lo conservaré porque… a lo mejor tengo que usarlo.”
¿Manifestación de solidaridad o emboscada matrera? Asumiendo expresión de Póker, no nos dimos por enterados. En las calles de La Habana se oían altavoces con arengas militares, interrumpidas por el Himno de Cuba y la “Internacional”. La grabación, repetida sin cesar, confirmaba el desembarco de “mercenarios” en Bahía de Cochinos y exhortaba la resistencia popular.
Un grupo reducido de antiguos trabajadores manuales de Antonio Pérez habían ingresado en las “Milicias Revolucionarias”. Entre los ex vendedores sólo uno estaba siempre de uniforme, pero de la “Policía Nacional Revolucionaria”. Su nombre era Gerónimo Lin Kim y su familia cubano-coreana era de Matanzas. Era mayor que yo, pero recordaba haberlo visto antes, en el Instituto de Segunda Enseñanza.
El trabajo que terminó desempeñando ese individuo primero me fue ofrecido por un funcionario de la “Organización Fiterre”, la agencia de empleos técnicos que originalmente me facilitó trabajar para Antonio Pérez S.A. Por supuesto decliné la oferta, pero agregando que quizás tuviera un candidato para la posición. Sabiendo que Lin era ambicioso y acomodaticio, le propuse el empleo y éste lo aceptó en el acto. Recuerdo haberlo oído decir en una ocasión anterior que “tenía que haber comunistas, igual que tenía que haber estúpidos”. La hipocresía es uno de los pilares más sólidos en que se asientan los regímenes totalitarios.
El empleo que me ofrecieran y que aceptó Lin, era en el “Departamento de Logística de la PNR” y a las órdenes de un oficial de apellido Lanuza, cuyo rango no recuerdo. Para mi sorpresa (la inexperiencia está colmada de sorpresas) Lin continuó visitando casi diariamente y de completo uniforme las oficinas del antiguo negocio durante horas. Podía aparecerse en cualquier momento. ¿Su trabajo? Se sentaba en una de las sillas reclinables de la oficina a la izquierda de la mía, detrás del mostrador: llamaba y recibía llamadas. Nunca lo vi hacer nada más, aparte de mirar a su alrededor o conversar casual y brevemente.
Mi último recuerdo de ese día fue Salvador diciendo que creía que “los marines” se dividirían en dos columnas: una avanzando “hacia el oeste y La Habana y la otra en dirección contraria”. No hablaba en serio. Los tres luchábamos contra la incipiente amargura. El 17 de abril de 1961 marcó el mutis de la sociedad cubana tal y como era hasta ese momento. Se agotó la confianza. De súbito todo se ensombreció y la trágica realidad tomó posesión de la hora.
Arribamos en Miami el 12 de Septiembre mi esposa, nuestra hija Blanquita y yo. Pero venía también como compensación de tantas penas un regalo de Dios, nuestra hija María del Rosario: nació en el Jackson Memorial Hospital de Miami el 23 de octubre. No sospechaba que la última y más cruel experiencia aún nos esperaba. En agosto de 1962 la madre de mis dos hijas mayores sucumbió de una cruel enfermedad y descansa para siempre en la paz de los justos.
Llegada de mis hijas a LA en diciembre de 1963: Blanquita a la Izquierda, Rosarito con su capucha.
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