AÑORANZA DE CUBA EN NAVIDADES. Por Hugo J. Byrne.
A mi amigo Demetrio Pérez Jr. y a los desterrados de Matanzas.
En esta época del año no es posible evitar recuerdos de la juventud, en los que Cuba está siempre presente como- escenario.
Son nostalgias que avalan nuestro amor por el hogar paterno y su significado en nuestras vidas. Por esa razón es que sufrimos tanto la ausencia de aquella entrañable sociedad de nuestros primeros años en este mundo.
Todos atesoramos recuerdos y experiencias diferentes de portentos idos, relacionándolos íntimamente con tiempo y lugar, pero nadie con tan intensa nostalgia como el desterrado. Estoy seguro que otro tanto sienten los exiliados de otros parajes, todo aquel que se vea forzado a abandonar el suelo natal por razones poderosas y ajenas a su voluntad.
Cada quién echa de menos su personal paraíso perdido. Estas líneas pretenden explicar lo que Cuba significa para mí, a través de una anécdota que se inició con un accidente de tráfico que pudo ser fatal. Tanto los hechos que narro como los caracteres en esta anécdota son reales. Uno de ellos aún vive, pero todos los más importantes ya pasaron.
Un hombre joven regresaba a La Habana desde su nativa Matanzas en el otoño de 1959. Venía de visitar a la familia de su novia, con la que contraería matrimonio en diciembre del mismo año. Era una tarde cálida y el joven conductor mantenía abierta la ventanilla para que la brisa lo mantuviera despierto.
Por esa época el segmento de la nueva autopista llamada “Vía Blanca” que uniría ambas ciudades reduciendo el tiempo de viaje a menos de una hora, estaba en las fases finales de construcción. La Carretera Central aún se usaba en parte del trayecto y había un atajo pasando de esa carretera a la “Vía Blanca” para continuar en dirección oeste hasta llegar al recién inaugurado túnel bajo la Bahía Habanera.
Ese camino atravesaba urbanizaciones que meses antes habían estado en pleno desarrollo. Fue precisamente negociando esa parte del trayecto que el sueño le hizo una mala jugada al joven de mi anécdota. El “pestañazo” duraría quizás fracciones de segundo. Cuando abrió los ojos, el auto se abalanzaba contra una acera y no había tiempo de doblar sin gran riesgo de volcarse. Todo cuanto pudo hacer fue aplicar súbitamente los frenos. Por suerte, la nueva acera bordeaba un terraplén de gravilla de unos 20 grados de inclinación, que el auto subió hasta el tope después de chocar las ruedas violentamente contra la acera.
Desde la cima del terraplén que dominaba toda el área, el joven hizo inventario de la situación y los daños: fuera del susto no había sufrido ni un arañazo, pero el impacto había desinflado los cuatro neumáticos. Uno de ellos estaba dañado sin reparación posible. Tres de los anillos de las cuatro ruedas se habían deformado. Teóricamente se había librado bien del accidente. Pudo haber sido mucho peor. Salvo un alineamiento direccional, todo era fácilmente reparable sin mucho gasto.
Salir de allí era harina de otro costal. No se movía un alma en derredor. El joven estaba varado y en necesidad urgente de una grúa un domingo por la tarde en un sitio que debía estar por lo menos a más de veinte kilómetros de su residencia en Almendares. El sol empezaba a declinar y las luces a encenderse en otras urbanizaciones a lo lejos. Con poco más de veinte pesos en el bolsillo y teniendo que trabajar al día siguiente, el joven inició su descenso del terraplén.
De repente fue interceptado por un camión de cama abierta y paneles removibles a ambos lados. En él viajaban tres hombres con indumentaria de trabajadores. Único vehículo en movimiento en por lo menos tres millas a la redonda, su súbita aparición se le antojó prodigiosa al joven.
El que conducía, más viejo que los otros dos y quien evidentemente llevaba la voz cantante, le dijo al joven que habían presenciado el accidente justo al terminar su trabajo y que venían a ayudar en lo que pudieran.
En menos tiempo que me toma hilvanar esta narración, entre los tres, usando un “jack” mucho mejor que el que el joven llevaba en el auto, sacaron los cuatro anillos depositando el vehículo sobre cuatro grandes piedras. Acto seguido, el más forzudo del grupo procedió a enderezar los anillos deformados con el uso de una mandarria. Entonces el viejo sentenció: “Ahora todo lo que nos falta es aire”. El camión desapareció con sus tres tripulantes, las tres ruedas reparables, e incluso la rueda de repuesto, para asegurarse de que ésta tenía presión suficiente.
Cuando el camión regresara unos veinte minutos más tarde, ya empezaba a caer la noche. Las cuatro ruedas tuvieron que instalarse a la luz de una linterna y al reiniciar la travesía a su casa, el joven pensó que aún ocurrían milagros.
Insistir en pagar por esa gran ayuda fue un error. El viejo no se irritó, pero firmemente rechazó el pago con una sonrisa: “No me ofenda hombre, Sólo deseábamos ayudarlo, porque así somos los cubanos”.
¿A quién puede sorprender mi nostalgia?
El joven de mi historia en LAX (1963) junto a sus dos hijas mayores (ambas ya son abuelitas).
hugojbyrne@aol.com
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