AÑORANZA DE PINAR DEL RÍO Por Hugo J. Byrne A mi hermano político Víctor Blanco, pescador y dedicado deportista.
Estoy en medio de una habitación de paredes desnudas, rodeado de cajas de cartón a mi izquierda y en el área detrás de mi asiento. Hay un enorme librero totalmente vacío a mi derecha y un mueblecito frente a mí, también vacío excepto por el “desktop”, el monitor y el teclado: nos mudaremos esta semana Dios mediante más al oeste y sólo a dos millas de aquí. Pero sin escaleras y todo a un mismo nivel. ¡Aquí hay tres!
Los lectores se preguntarán qué tiene eso que ver con Pinar del Río. Los recuerdos felices sueltan sus riendas cuando todas las otras actividades intelectuales se interrumpen. Sin nada que hacer con los pocos momentos disponibles entre los millones de líos de compraventa simultánea, los ocupo con mis mejores recuerdos.
Ni un libro a mano (todos en cajas). Cansado de mirar televisión. Además Obama está a pupilo en ella, diciendo ahora todo cuanto va a contradecir mañana, mientras mueve ambas manos como aspas de molino y gestos ampulosos como quien amasa algo invisible. Es una verdadera tortura. En cambio, los recuerdos felices son un paréntesis a las preocupaciones.
Entre mis nostalgias de la tierra cubana toma primerísima posición la costa norte de Pinar del Río, la única parte de esa hermosa provincia que tuve el privilegio de transitar y especialmente navegar, bucear y arponear. Nunca fui buen nadador. Tal vez un mediocre “sprinter”, pero carecía de consistencia.
Tampoco nací para arponear, aunque ensarté mi cuota de langostas. Hoy en día aprecio las diferencias entre la del Atlántico y la del Pacífico. Quizás por las muchas distracciones que esas incursiones marinas ofrecían ya no recuerdo exactamente como eran las del Estrecho de la Florida. ¿Tenían tenazas como las de Maine o simplemente antenas largas como en la costa oeste? En la “Zaragozana” solamente recuerdo haber comido suculentas colas.
Esas inolvidables experiencias pesqueras las debo todas a uno de los accionistas de “Maderera Antonio Pérez S.A.”, Luis Pérez Alonso, quien estaba a cargo de las finanzas de la empresa que me empleaba. Luis Pérez era un genial anfitrión. Tenía a la entrada de su casa una lancha de 24 pies y un vehículo grande para remolcarla hasta la playa. Luis era mayor que yo. A su salida de Cuba inició un negocio de cajonería en Puerto Rico. No he sabido más de su suerte.
Los invitados éramos generalmente empleados del negocio. Las partidas de pesca submarina que él organizaba se ceñían a tres o cuatro hombres, contando a Luis. El viaje por toda la costa norte pasaba cerca de pueblos costeros como Mariel y Cabañas, terminando en una playita cóncava llamada “el Morrillo” desde la cual navegábamos hasta los puntos adecuados a la pesca.
El guía, quien probablemente vivía más tiempo en el agua que en tierra firme, era de edad indefinida y hasta que se quitaba el sombrero que le ocultaba parcialmente la cara parecía negro, siendo blanco. No creo se preocupara mucho por los rayos ultravioleta y el cáncer de la piel. Su padre era también quemado de sol, aunque no tanto.
Con este último me encontré pocos años después en el “Immigration Detention Center" de Opa Loca, en septiembre del 61. Lo procesaron allí porque lo rescató un guarda costas en los cayos, al llegar en su bote. Para su suerte entonces no había regulación de “pies secos o mojados”.
En mi primera visita al “Morrillo” no tenía equipo, así que me quedé en la embarcación. Después llevé careta, un “snorkel”, un viejo “rifle” de arponear y “patas de rana” que me prestaron. En esa ocasión ensarté mi primera langosta.
Nunca me he sentido totalmente seguro en otro ambiente que no sea tierra firme y caminando. Amo el mar, pero le tengo profundo respeto. En una ocasión vi una “picuda” (barracuda) enorme como a treinta yardas de distancia. Yo estaba cerca del barco.
Nadé lo más rápido que pude y subí por la borda como un bólido. Me esperaba allí el resto de la partida menos el guía, quien permaneció en el agua sin inmutarse a pesar de nuestros gritos. Durante ese tiempo ensartó varias buenas langostas.
Cuando al fin regresara con ellas nos brindó una conferencia sobre el tamaño, edad y salud de las barracudas. Dijo que cuando crecen tanto están viejas y “siguatas” (nombre indígena de un envenenamiento de origen marino que puede ser fatal) y que esas nunca persiguen: se alimentan sólo de los peces que naden a su alcance inmediato. Hace años que la artritis no me permite nadar y que no entro al mar fuera de una embarcación, pero sea cual fuere la edad y el tamaño de una barracuda, no la quiero cerca.
Cuando se acercaba el mediodía, con muchas langostas y pescados tropicales en la hielera, navegábamos hacia el oeste, a un cayo de esa costa llamado “Paraíso”. Para llegar a él teníamos que atravesar canales entre la miríada de cayos que abarca el gran archipiélago que llamamos Cuba.
Por momentos parecía que navegábamos por un río en vez del Estrecho de la Florida: la vegetación de ambos lados a veces había crecido más alta que nuestras cabezas. En esa parte del trayecto Luis Pérez dejaba que el guía fuera timonel. El peligro de carenar era una posibilidad ingrata en una época en que aún no había detección electrónica de la cercanía del fondo a nivel comercial.
Al salir a mar abierto con el sol en su cénit, disfrutábamos del perfil imponente de la “Cordillera de los Órganos”, paisaje incomparable que conservaré en mi memoria hasta mi último día. El trayecto se negociaba lentamente, aunque el viaje de ida en excursiones de pesca siempre parece más corto que el regreso. El cayo se podía circunnavegar en menos de media hora. Aunque tenía abundante vegetación marina, era necesario competir por la sombra del único arbolito. Aún así, tenía bien puesto su nombre.
Allí nos encontrábamos con otros amigos llegados en otro barco y también empleados de Antonio Pérez. Ellos complementaban nuestra pesca con aceite de oliva, sal, cebollas, mayonesa, dos o tres flautas de pan, varias botellas de vino tinto y utensilios para una cocina de campaña. Después del almuerzo un vaso de vino y a contemplar el atardecer del trópico o a practicar tobogán acuático, remolcados por el barco de Luis.
La eventual llegada de otro asociado comercial de Luis, agregaba a veces un toque de gentileza y moderación verbal, tanto en lo florido de la conversación como en sus temas: era un español maduro quien venía a veces en la compañía de sus dos bellas y jóvenes hijas. No éramos mojigatos, pero el respeto y la caballerosidad de los cubanos de nuestra generación eran proverbiales. Aún lo son. Por su parte las muchachas se sentían halagadas por recibir la atención de todos los hombres jóvenes presentes.
Gratos e imborrables recuerdos de un feliz pasado distante de nuestra tierra de origen.
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