EL CHARCO. Por Hugo J. Byrne.
Esta es una anécdota de mi primera infancia y nada tiene que ver con los temas que normalmente cubre esta columna.
Mi hermano mayor y yo éramos muy unidos y quizás por pertenecer a una familia muy pequeña nos ayudábamos mutuamente todo el tiempo. Esto a veces no funcionaba a causa de mi carácter. A pesar de que siempre estaba sonriente, yo era rígido y testarudo, bordeando en el fanatismo.
Muy obstinado, tenía la pésima tendencia a tomar las instrucciones al riguroso pie de la letra. Mario siempre era más maduro y listo que yo y esa condición se reflejaba en una más racional comprensión de las instrucciones y advertencias de nuestros padres y maestros. Mario siempre me protegió, aunque, con sobrada razón, algunas veces se reía de mi testarudez y de mis ingenuidades.
Una mañana nos enfundaron en unos trajecitos que parecían versiones a escala reducida de los que usaban los hombres para funciones sociales y mi única objeción a la indumentaria de ese día era tener el cuello de la camisa abierto y la ausencia de una corbata. La corbata en mi inocencia era el símbolo adecuado a la madurez y formalidad de un hombre: un traje sin corbata daría una apariencia incompleta.
La oportunidad para vestirnos de gala fue una fiesta de graduación en la Escuela Primaria Superior Número 1 de la Ciudad de Matanzas. Mi madre era Profesora de Educación Física de las alumnas en ese plantel y mi padre Inspector Provincial de Escuelas Urbanas de Matanzas. Mi madre nos esperaba junto al Claustro de la escuela y mi padre nos escoltaría hasta ella. Han pasado tantos años del suceso y yo era tan joven que sólo recuerdo vagamente mis dificultades. Lo que nunca podré olvidar fue mi caída en un enorme charco de agua fangosa y la “imprudencia romántica” que motivara mi ridículo accidente.
Por la acera opuesta y en dirección contraria venía un grupo de niñas entre diez y doce años y su conversación y risas llamaron enseguida mi atención. Todas me parecieron preciosas y advertí que me miraban sonrientes y me saludaban con la mano. Les correspondí el saludo y las sonrisas. El problema es que no podía cesar de mirarlas. ¿Precocidad juvenil? Yo sólo tenía cuatro años, pero el hecho cierto es que no quería desviar la vista de ellas. Por la primera vez me sentía atraído. Las risas y las miradas me embelesaron y permanecí mirándolas hipnotizado por su jolgorio incluso después que nos cruzáramos, lo que implicaba mirar hacia atrás. Entonces ocurrió lo inevitable. De repente se me acabó la acera.
Había llovido a cántaros el día anterior y las calles estaban llenas de huecos repletos de agua lluvia. En esa época las calles de Matanzas eran todas de macadam, a excepción de las principales por las que pasaban tranvías eléctricos. Esas eran de baldosas, las que se deterioraban alrededor de los rieles de hierro de los tranvías. En unos pocos años se fundaría el Patronato "Los Mil", una asociación de mil vecinos y comerciantes, la que de su peculio y a través de donaciones, pavimentaría con gran éxito y en tiempo record todas las destrozadas calles de mi ciudad natal.
Caí en el agua sucia con estrépito y cuando me incorporé probablemente parecía el monstruo de la laguna negra en miniatura. No sé si lloré, aunque seguramente no tuve tiempo de nada. En medio de la situación desastrosa sentí que me levantaban como a un saco de azúcar crudo por dos robustas señoras que me introdujeron a su casa con gran rapidez.
Mario y mi padre entraron detrás de mí y se quedaron en la sala. Aparentemente ambas familias se conocían. Las dos señoras procedieron a llevarme a la bañadera y sin mucha ceremonia me desnudaron y me dieron el segundo baño del día. También lavaron mi traje y camisa en menos tiempo del que tomo para contarlo. Hasta me peinaron y lustraron mis zapatos. Acto seguido secaron las ropas con una plancha de hierro caliente.
No recuerdo en cuanto tiempo las benditas señoras me volvieron a poner “de punta en blanco”, pero le garantizo al amigo lector que rompieron algunos records. Sin embargo, ese no fue el final de mis sinsabores en ese inolvidable día. Los trabajos manuales de los alumnos de la escuela estaban en exposición en varias aulas y los visitantes habían terminado su procesión por ellas. Tendríamos que mirarlos sin supervisión. Para evitar que rompiéramos algo, mi madre sugirió que cruzáramos las manos a la espalda. Más razonable que yo, Mario decidió usando el sentido común no hacer tal cosa y simplemente no tocar nada.
¿Haría yo otro tanto? ¡Eso no era lo ordenado! Conminé a Mario a obedecer las instrucciones. Se negó varias veces. Ante su negativa lo agredí indignado. Algunos muñecos barnizados se cayeron al suelo con gran estrépito en medio de la refriega que se iniciara con mi impertinencia. Afortunadamente nada se rompió y Mario sacó la mejor parte en la bronca. Al final terminé lloroso y con un labio inflamado. Estaba seguro de que me esperaba un gran castigo al regreso a casa. Aunque lo que más me preocupaba era la idea de que las muchachas me hubieran visto caer en el charco.
Tengo una foto de ese día con la pequeña banda de la Escuela Superior en la que estamos mi hermano y yo sosteniendo la bandera de la escuela. Mario aparece a la izquierda, muy serio como siempre. Yo estoy a la derecha y, para excepción de la regla, en esa oportunidad también estaba bien serio.
hugojbyrne@aol.com
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