Confieso que el título de esta columna no refleja adecuadamente lo que escribo en ella, o, por lo menos, nó lo representa de manera precisa. Este trabajo se refiere a una experiencia muy personal, que se remonta a mediados de 1961. Desde ese entonces el totalitarismo cubano se ha hecho mucho más eficiente y malévolo, aunque también, durante años más recientes, esclerótico y paranoide.
Después del epílogo aplastante de Bahía de Cochinos, discurrieron días y meses dificilísimos para quienes no aceptábamos la imposición castrista. Las decisiones personales sin duda afectaban a la familia y, dígase lo que se diga, esposa e hijos podían resultar perjudicados por las acciones que tomáramos como individuos.
Eran los meses en que “el paredón” de La Cabaña y otras prisiones de la tiranía funcionaban “’round the clock”, ejecutando sin miramientos a casi todos quienes participaran activamente en acciones subversivas. Totalmente desconocido para sus miembros, la organización en que militaba estaba a punto de ser descubierta y sus combatientes arrestados, lo que ocurriera semanas después de mi arribo a Estados Unidos el día 12 de septiembre del 61.
Me importa un comino cómo pueda ser juzgado por el público o por la posteridad. Ni yo mismo puedo esclarecer más allá de toda duda si mi decisión de abandonar el territorio cubano fue motivada por temor a que mis actividades fueran descubiertas por los esbirros de Seguridad del Estado, por la sobria conclusión de que dadas las circunstancias la libertad no podría alcanzarse mediante acción doméstica durante menos de dos o tres generaciones, o por devoción a mi familia. Dentro de poco tiempo seré juzgado por un tribunal inapelable y entonces lo sabré con certidumbre.
Al cierre de la Universidad de La Habana, a fines de 1956, me dediqué a buscar empleo permanente y después de algunos tumbos que no quiero recordar, encontré en 1957 una posición adecuada a las limitadas aspiraciones de mi juventud. El nombre del negocio era “Maderera Antonio Pérez” S.A. y además de madera, esa industria vendía materiales de construcción de todo tipo. Era, en su clase, uno de los negocios mayores de La Habana y de Cuba en ese tiempo. Inicialmente mi trabajo consistía en actividades de oficina y entrenamiento para ingresar al departamento de ventas.
A ventas me dedicaba cuando a principios de octubre de 1960 “Antonio Pérez” fue confiscada sin compensación por el régimen. Ese negocio sufrió en esa fecha la misma suerte que muchos otros, entre los más importantes de Cuba republicana. Sumaban entre 300 y 400. El decreto de la tiranía me convirtió en empleado público por la primera y única ocasión de mi vida. Ese día conocí al interventor castrista, un negro alto y viejo, quien a diferencia de su eventual substituto, sabía leer, escribir y hablar. Creo que su apellido era Agüero, aunque no estoy seguro.
Todos los empleados fueron reunidos en el elegante vestíbulo de la maderera para escuchar el discurso del interventor. El único empleado ausente era el de confianza, el contador. Este era un hombre digno y leal, quien consideró su deber renunciar antes que aceptar el robo oficial al que sometían a los legítimos dueños. Al final de la descarga del interventor todos aplaudimos como autómatas, menos el decano de los vendedores, Jorge Luis Valladares, quien permaneció cruzado de brazos. Valladares era mi amigo y aunque de personalidad alegre y bromista, era un hombre de carácter y principios. Al percatarme de que Valladares no aplaudía, yo cesé avergonzado, también cruzando mis brazos.
Durante días consideré que el gesto de Valladares y mi tardía reacción tendrían consecuencias muy negativas. Cuando aparentemente nada ocurrió empecé a sospechar que ese tipo de actitud quizá generaba más respeto entre aquella gentuza (por lo menos en esa época), que la sumisión abyecta de quienes la asumían hipocríticamente y sólo para ganar tiempo. La realidad no era tan sutil. Los nuevos administradores tenían la directriz general de no antagonizar resistencia por el momento, mientras que esta fuera sólo pasiva.
Eventualmente el primer interventor sería substituído por un hombre mucho menor en estatura y aún más viejo, de apellido Fumero. Fumero se preciaba de poder expresarse bien en público, pero no podía leer bien ni siquiera en privado. Era realmente penoso cuando tenía que hacerlo en voz alta, durante las llamadas “charlas”, conferencias aburridísimas sobre “plusvalía” y otras tonterías en que los socialistas pierden cotidianamente su tiempo y el de los demás.
Alrededor de junio de 1961 tomé en firme la decisión de viajar a Estados Unidos y varias gestiones hacía ya con ese objetivo. Simultáneamente, estaba seguro de que alguna determinación tendrían que tomar los revolucionarios conmigo y todos los demás vendedores en nómina, detentando salario básico y carenados en un limbo sin clientes.
No había nada que hacer ni nadie a quien vender. Las ventas son la quinta rueda del carro en el paraíso socialista. Los clientes de antaño habían sido también despojados de sus negocios y propiedades, con muchos de ellos, ya en el destierro de Miami. Nuestra única actividad era el cobro de cuentas viejas, todas con fechas anteriores a la confiscación. En esta actividad también tenía que tratar con otros interventores o sus delegados.
Una mañana el interventor me llamó a su oficina de la planta alta. Después de un largo rodeo en el que mencionó de pasada su curiosidad por mi renuencia a integrar las “milicias”, Fumero fue al grano.
En los alrededores de Batabanó, principal puerto al sur de la provincia de La Habana, un empresario alemán y su socio cubano habían edificado una planta para fabricar lápices, financiada parcialmente con el auxilio de préstamos del mismo gobierno que se disolviera en las primeras horas de la mañana del primero de enero de 1959. El alemán, olfateando el futuro, decidió vender baratos (o ceder) sus intereses a su socio cubano y abandonar la inversión, marchando al extranjero. Cuando ese negocio fuera confiscado (no recuerdo si en el 60 o antes), el cubano ex-empresario aceptó la humillante asignación de administrador “revolucionario” de la misma empresa que había sido parcialmente suya. La planta de lápices nunca había entrado en producción.
Eso fue lo que en una cápsula describiera Fumero para mi beneficio, en esa mañana de julio de 1961. Acto seguido me informó que a pesar de todos los esfuerzos de “los compañeros”, la fase productiva de la planta no se había iniciado. Me enseñó una muestra de los problemas de producción y voy a tratar de describirla a los lectores, lo mejor que puedo.
La sección tranversal de los lápices de grafito tienen por lo común forma hexagonal (seis lados) y se fabrican en dos ristras, con la mitad inferior de la madera del hexágono (tres lados y el grafito cilíndrico al centro, con la mitad superior del mismo, expuesta). Entonces se empatan y pegan a la otra mitad del lápiz, (la otra mitad del hexágono, con una concavidad al centro para acomodar la mitad del grafito expuesta en la ristra inferior). Si el amigo lector entiende toda esta terrible descripción, me gradué cómo escritor.
Ambas ristras, inferior y superior, están unidas por un espacio muy estrecho de madera que se corta en la operación final del proceso de producción en serie. Es más fácil entender el hecho de que la menor deficiencia en ese proceso daña toda la producción y Fumero me enseñó una muestra de ello. La ristra completa era asimétrica y una vez que ambas partes se pegaban, el aplastado grafito no estaba en el centro y era imposible cortar los lápices entre sí, sin destruírlos.
Fumero quería que yo resolviera ese problema y que viajara a la planta con ese propósito.
Sin conocimiento del tema, afirmó que yo era el único de los antiguos vendedores con la capacidad técnica necesaria. Primero le expliqué que yo nada sabía de maquinaria ni de producción. Que mi campo de experiencia era sólo en diseño de arquitectura. Le dije que quien él necesitaba realmente en Batabanó era un ingeniero mecánico, o un maestro de producción capaz de resolver todos los problemas que estorbaban a la manufactura de lápices. “Tu misión no es técnica sino política”, explicó.
Le reiteré los argumentos anteriores y me interrumpió irritado, usando una retórica que nunca había oído antes. ¡Yo tampoco me consideraba calificado para las varias empresas en las que me involucraron, pero me decidí a tomar el toro por los cuernos! Un genuíno patriota no puede desobedecer las órdenes de la Revolución .
Me vovió a interrumpir varias veces con el mismo tema y empezaba a aburrime. Dijo que lo único necesario para realizar el trabajo era tener ganas y espíritu revolucionario. No se trataba de usar conocimiento técnico alguno, sino defender la Revolución. Alguien estaba saboteando el esfuerzo de muchos y yo podía descubrir si ese alguien era el antiguo dueño. Esa era la clave y el propósito de mi viaje. “Tenía que convertirme en sus ojos y sus oídos allí.” Retóricamente repitió que la renuncia era la única alternativa: ¡Aceptar o renunciar!
Le dije entonces que yo no había nacido para espía ni delator y que a mí nadie podía imponerme nada. Cansado de argumentar y decidido a lo que fuera, le expliqué que lo consultaría con la almohada. Esa noche escribí mi renuncia en la vieja Olivetti que había sido de mi padre, poniéndola en un sobre oficial con el nombre de Fumero al dorso. Nuestro vuelo a Miami estaba programado para unas siete semanas después. Fumero encontró el sobre en su mesa a su llegada a la oficina. Yo lo esperaba pacientemente sentado en una silla lateral. “¿Qué cosa es esto?”
Mi renuncia, le contesté. Me miró incrédulo. ¿Qué dices? ¿Por qué estás renunciando? Porque usted me dijo que confrontado con semejante alternativa a la mía de hoy, sólo puedo escoger entre la renuncia o aceptar la misión. “¡Me malentendiste, me refería sólo a mi! Has tomado el rábano por las hojas. Me sentía obligado porque soy ‘un viejo luchador de la revolución’ y no podía rehusarme. Pero ese no es el caso tuyo. Tu no tienes esa disyuntiva y puedes permanecer en tu posición presente sin menoscabo a tu persona” (¿?).
Dos semanas después fui trasladado sin previo aviso al Ministerio de Industrias y aproximadamente siete semanas más tarde aterrizaba en Miami con mi esposa (quien tenía casi ocho meses de embarazo) y mi hija mayor, entonces con 11 meses de edad.
Esta anécdota ilustra la calidad surrealista de la vida en Cuba durante el principio de la década de los 60 del siglo XX. .