Artículo desde Cuba: HISTORIAS DE LAS MIL Y UN PERÍODO. (PRIMERA PARTE). Por Yoaxis Marcheco Suárez.* Yoaxis Marcheco Suárez.*
Cuando creíamos que todo lo teníamos resuelto y que el padrino bolchevique nos garantizaría la vida por los siglos de los siglos, llegó el principio del fin. La antigua y aparentemente bien constituida URSS se desplomó en pedazos, eso sucede con los gigantes de pies de barro. Recuerdo bien el día en que interioricé el derrumbe del socialismo europeo, en lo personal también estaba en proceso de tránsito, del bachiller a la universidad y en medio de aquel ambiente de inseguridad y malos pronósticos futuristas, un sentimiento de incertidumbre me abrazaba hasta asfixiarme, era la incertidumbre de una nación que debía enfrentarse a una de las mayores crisis económica, política y espiritual de su historia, aunque no la primera y mucho menos la última de estas crisis; los cubanos hemos aprendido a sobrevivir los declives del sistema totalitario que toma decisiones según como fluya la marea, que se dice y se contradice, todo en su obstinada batalla por prevalecer y no soltar el poder y la voz de mando.
¿Qué haríamos sin la colaboración de la hoz y el martillo? El período especial, etapa inolvidable y traumática para quienes la vivimos bien a fondo, traía esta interrogante en letras rojas y mayúsculas, pero de cualquier modo el gobierno, una vez rota la lámpara maravillosa y desparecido el genio que lo sustentó en las primeras décadas de su existencia, tendría que adoptar ciertas medidas, aperturas o cambios, aun cuando estos no congeniaran con la ideología marxista y socialista que se nos había introducido en las mentes a golpe de discursos, slogans y consignas. Quién diría unos años antes del derrumbe que sería la moneda dura, la del enemigo capitalista la que nos daría un poco de oxígeno y nos llevaría del estado de coma económico, al de grave y con pronósticos reservados en el que aun hoy día permanecemos.
Quién diría además que se accedería a la inversión extranjera proveniente de este polo y por consecuente a la creación de una economía mixta, aunque sería y continúa siendo, el lado capitalista el que nos mantiene en pie, tomados por los pelos. Fue a partir de este duro período, cuya principal especialidad era el hambre y otras tantas escaseces, que comenzó a florecer mi antipatía por un régimen cuya única obsesión es prevalecer a costa de cualquier consecuencia, siempre justificando sus incontables errores y derrotas, la más significativa de ellas, la económica y como bien señalara nuestro archiconocido Carlos Marx, tras una herida económica, viene irremediablemente una sociedad desajustada, con lamentables pérdidas de valores morales y espirituales, porque el ser humano debe alimentar su cuerpo para luego cultivar su espíritu.
A pesar de todos los infortunios que nos deparó la década del noventa, la de mi plena juventud, pude ver ciertas cosas a mi alrededor como color de rosas, creo que esa década de sufrimientos también marcó mi vida con incontables emociones, la universidad, los festivales de cine y las enormes colas para ver los filmes que se exhibían, muchas veces intentando burlar a los porteros y a la policía para entrar al cine de gratis porque nuestros bolsillos estaban vacíos del todo y eran enormes las ganas de ver buen cine. Los apagones en el Malecón, único modo de ver las estrellas desde la ciudad, con los amigos trovadores que llenaban la noche con el sonido de las guitarras y sus voces. Fue entonces cuando supe la realidad de las drogas en Cuba, especialmente en La Habana, tema que era prohibido tocar en los medios oficiales hasta que fue demasiado evidente; un amigo trovador cantaba un texto que decía en una de sus estrofas: “Surcos en la azotea, energía restringida…” y entonces conocí a través de él que los surcos eran de marihuana y que los muchachos y muchachas de mi edad fumaban para enajenarse de las condiciones duras que enfrentaban, aun hoy me cuesta trabajo explicar cuán dura era aquella realidad.
Aunque cristiana y provinciana, con una ingenuidad casi de cuentos, pude convivir con aquellos jóvenes habaneros repletos de inquietudes por la vida y deseosos de escapar de la miseria circundante. También tuve amigos del centro de la isla, mi mejor amiga era santaclareña, poetisa, juntas creamos la peña de la poesía donde invitábamos a todos nuestros conocidos trovadores, desconocidos entonces en el ámbito de la música tanto nacional como extranjero, nuestro favorito era Fernando Bécquer, con su maravillosa voz de bajo y su inquieta figura, cantábamos, leíamos poesía, tomábamos té, si a aquel mejunje tibio y aguado se le podía llamar así, pero a pesar de todo éramos felices y soñábamos.
Íbamos cada viernes a la Casa de la Cultura de Alamar, a la peña de La Bicicleta, donde con frecuencia cantaba Pedro Luis Ferrer, íbamos a pesar del hambre que revolcaba nuestros estómagos y con solo unas monedas para regresar al Vedado donde se encontraba la residencia estudiantil. Una noche después de disfrutar de un banquetazo con Pedro Luis, nos entretuvimos camino a la parada y nos agarró la confronta, durante el período especial podía llegar el tiempo de la confronta a cualquier hora del día, yo prefería caminar a esperar las guaguas, porque bien se podía estar esperando tres y cuatro horas, ya fuera por la tarde, por la mañana o cercana a la hora de la medianoche. La espera fue tan larga en aquella ocasión que decidimos ir caminando desde Alamar hasta el Vedado, solo que al llegar al Túnel de la Bahía nos detuvieron e impidieron continuar con nuestra larga caminata nocturna y amanecimos en una parada cercana, rendidos y con el hambre más grande que en lo personal haya sentido en toda mi vida.
De tanto caminar y comer tan poco, llegué a pesar corporalmente solo noventa y seis libras, estaba totalmente bajo peso y desnutrida, pero no solo mi cuerpo comenzó a sufrir los estragos del nefasto período, mis únicos zapatos también, unos tenis de color blanco que compré en una de las tantas tiendas de empeño que el gobierno había abierto para canjearle al pueblo las piezas, joyas, prendas y utensilios de oro, plata, platino y cualquier otro material valioso por baratijas, aprovechándose de la necesidad que este tenía de vestir y calzarse. Por este tenis, un par de blusas y unos jeans yo había empeñado una pequeña sortija de oro, que había heredado de la infancia de mi padre, otra del mismo metal y muy hermosa propiedad de mi madre y unos pequeños dormilones, mis primeros aretes. Pero estos zapatos, que repito eran los únicos que poseía, comenzaron a partirse por la suela hasta que llegaron a tener dos huecos, nadie imagina como me dolían las plantas de los pies mientras caminaba por el asfalto caliente, aun conservo las marcas, dos grandes callosidades redondas en cada pie. Esos tenis eran mis zapatos para todas las ocasiones. Una noche, mientras escuchaba el sermón en la Iglesia Metodista del Vedado, crucé uno de mis pies y una hermana me dijo que debería bajarlo porque se me notaba la rotura del zapato, sonriendo le contesté que para mí no era vergüenza mostrar mi pobreza y que Dios me amaba así de una manera muy especial, aquella respuesta me trajo como premio un par de sandalias que la hermana consiguió entre la congregación, ese es uno de los momentos más felices de mi vida.
Entre los viajes por la ciudad en Camellos repletos, las pésimas comidas en la residencia estudiantil, la escasa ropa para vestirme y calzarme, el poco dinero que poseía, algo que mis padres podían enviarme de vez en cuando y el miserable estipendio estudiantil. Las largas travesías en trenes calurosos y malolientes para visitar a mi familia en las vacaciones. Los insoportables e interminables apagones que me impedían dormir durante las noches. Trascurrió el fin de mi adolescencia y el paso a mi juventud, en pleno período especial, década de los años noventa. Mi incansable búsqueda de Dios y el encontrar su presencia en cada tramo del camino, me ayudó a sobrevivir los momentos de crisis más intensa.
Cuando recuerdo esta etapa de mi vida y de la vida de mi nación, me percato que más que dolor personal, está latente el dolor social. Los cubanos salimos aterrados de esta etapa de total miseria, aun perduran las anécdotas sobre la escases de jabón y artículos de higiene y otros de primera necesidad. Las sopas inventadas con los pocos ingredientes que aparecían desde arroz, algunos granos de frijoles, plátanos o cualquier otra vianda, solía ser la única comida del día en muchos hogares y podían darse golpes de pecho porque en otros el día podía transcurrir sin ver pasar por la mesa alimento alguno. Desde entonces los cubanos tan dados a compartir con otros nos hemos habituado a avisar cuando vamos a visitar a algún pariente o amigo y a ir cargados de avituallamiento, para no ocasionar estragos en la familia con la que compartiremos.
Una de las marcas más crueles y profundas de esta década negra fue la crisis de los balseros, la gran estampida migratoria que vino a ser resultado del ahogamiento material, económico y espiritual. Como cualquier otro habitante de la isla, también yo tengo mis vivencias al respecto, amigos que se fueron y lograron alcanzar el sueño de prosperidad y libertad, otros que quedaron en las aguas del estrecho de la Florida. Historias trágicas que también son una cicatriz que sangra con frecuencia. La patria está dividida, los que a fuerza de muchos golpes aun permanecemos en nuestra entristecida tierra y los que partieron, sin olvidar los tantos que cada día, año tras año, se marchan de ella. Pero de estas vivencias hablaré en un futuro post, ciertamente podría escribir mil artículos y no acabaría de contar la pesadilla terrible de esta noche que no acaba y que se resume con un solo nombre: Modelo Socialista Cubano.
*Licenciada en Información Científico Técnica y Bibliotecología y Máster en Estudios Teológicos por FLET. Desempeña sus labores en la Iglesia Bautista de Taguayabón en Villa Clara Cuba junto a su esposo el Pbro. Mario Félix Lleonart.
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